lunes, 29 de agosto de 2011

El acoso sexual en el trabajo


Una posible consecuencia del affaire DSK es que se convierta en el caso Anita Hill de Francia. En 1991, tras el retiro del juez Marshall, primer magistrado afro descendiente de la Corte Suprema de los EEUU, el presidente Bush vio la oportunidad de nombrar a un conservador, y candidatizó a Clarence Thomas. Desde un principio, la decisión fue controversial. Al llegar el trámite a la plenaria del Senado, estalló el escándalo. Anita Hill, una profesora de derecho, acusó a Thomas de acoso sexual cuando ambos trabajaban en la Comisión para la Igualdad de Oportunidades de Empleo (CIOE). En la denuncia no se habló de contacto físico. Thomas la habría invitado a salir para, molesto tras el rechazo, proceder a hablarle continua y explícitamente de actos sexuales y de películas pornográficas. Era la palabra de ella contra la de él. Al final, el senado votó 52-48 eligiendo a Thomas.
A pesar de la derrota para la denunciante el caso tuvo repercusiones. En primer lugar, la sensibilidad ante el acoso sexual aumentó notablemente. De acuerdo con la misma CIOE, las denuncias pasaron de 6 mil en 1991 a más de 15 mil cinco años más tarde. Una consecuencia indirecta habría sido el incremento de la participación femenina en política. La jornada electoral de 1992 fue denominada el Año de la Mujer, pues un número record de ellas se presentaron y salieron elegidas. Para el Senado, hubo 11 candidatas mujeres y 5 ganaron. En la Cámara, se obtuvieron 24 puestos femeninos. Para algunos analistas, se trató de una reacción a la nominación de Thomas, que defraudó a muchas mujeres. Sentían que la denuncia de Anita Hill no había sido tomada en serio por un Senado mayoritariamente (98%) masculino. 
En Colombia, fuera de los despachos internacionales, sobre el incidente se habló poco. Y lo hicieron ante todo columnistas hombres, como D’Artagnan y Juan Carlos Botero. No aparece casi nada con firma femenina sobre Anita Hill.

La única mujer que hizo alusión al caso fue Angela Cuevas. Anotó que el hostigamiento sexual era un “tipo de conducta generalizado en nuestro medio”. En uno de los comentarios a esa columna, Marina, una trabajadora independiente señaló que “es algo que sucede en todos los trabajos. Yo he tenido este tipo de experiencias. Cuando trabajaba dependiendo de un salario era invitada a bailar por mis superiores cada ocho días a los viernes culturales. Y en caso de que no accediéramos, como le ocurrió a muchas de mis compañeras, éramos despedidas ... Debería haber control”.

Angela Cuevas no pudo aportar cifras para apoyar sus impresiones. Hoy tampoco tendría como hacerlo. El acoso laboral sigue siendo uno de los silencios mejor guardados por el flominismo y un desafortunado descuido del feminismo local. Es algo que no se ha investigado. Sin información es poco lo que se puede decir, salvo esperar a que, ojalá, se haga alguna encuesta, o que aparezca alguna Anita en el Cerro. Aún sin datos, la relevancia del tema invita a no dejarlo de lado. La reacción de callar ante casos tan visibles de acoso sexual también se dió con DSK. Ni el grueso de las columnistas, ni la dedicada de lleno a los temas de género, mostraron interés por el historial de indelicadezas de este personaje con sus subordinadas. Conviene tratar de entender este último silencio, sobre el cual tengo dos conjeturas.

La primera es que una misión esencial del flominismo ha sido centrar la atención de los conflictos de poder en la relación de pareja y, en particular, en el matrimonio, germen y soporte del patriarcado. El incentivo para el silencio es claro: si se señalara que el ambiente laboral es sexualmente riesgoso, algunas mujeres podrían optar por quedarse en la casa. Se debe por lo tanto insistir en que el peligro es doméstico.

La segunda conjetura es más arriesgada, casi especulación, pero ahí va. Todas las herramientas que preparan al mundo laboral se adquieren en el sistema educativo: escuela, colegio, formación técnica o universidad. Las condiciones que predisponen al hostigamiento sexual también se estarían gestando en las aulas. A pesar de que el entorno educativo favorece como pocos los excesos de ellos -profesores o maestros, mayores, con autoridad y buena carreta- sobre ellas -alumnas o discípulas, jóvenes, a veces ingenuas- de eso no se habla. Una posible razón para esa omertá tendría que ver con el vergonzoso papel que en ese frente jugó Simone de Beauvoir. En efecto, esta heroína suprema de la emancipación de la mujer, muy tierna, solía seducir a sus alumnas para compartirlas luego con su insaciable Jean Paul Sartre. Tal vez así se entiende mejor la obsesión por mantener los reflectores alejados de las aulas -y luego del trabajo- para centrarlos sobre el terrible matrimonio, ese infierno en el que nunca quiso embarcarse tan ilustre e influyente pareja de profesores. 


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La maternidad de las prostitutas


En una sentencia (T-629/10) que será histórica, la Corte Constitucional defendió los derechos fundamentales de la señora Lais, una prostituta, al revisar una tutela contra el bar donde trabajaba. No es seguro que la sentencia se discuta mucho en Colombia. Pone en aprietos a sectores feministas que admiran esta instancia jurisdiccional pero, simultáneamente, se oponen férreamente a hablar de derechos laborales en el mercado del sexo. Allí, insisten, todo es forzado, sólo “tráfico de seres humanos con fines de explotación sexual”.
Sin terciar en el debate sobre la prostitución como trabajo, llama la atención lo que motivó la tutela: un embarazo. Lais quedó esperando, no abortó, le informó de su estado al empleador, este le dijo que siguiera laborando como de costumbre, pero ella le anotó que por ser mellizos era un caso de alto riesgo. La pusieron entonces a administrar el bar. Después, otro empleado asumió las funciones de Lais, le cambiaron el horario, y un buen día la devolvieron para su casa. Se trataba de una futura madre no primeriza. Así lo expresó ella en la tutela. “(Soy) madre soltera cabeza de familia a mi corta edad de 24 años, vivo en una pieza en el Barrio Jerusalén con mi hijo de dos años y medio”.
No queda claro en la sentencia si el padre de los mellizos es el mismo del hijo anterior. Lais anotó, que “el papá está en la cárcel”. Los mellizos habrían sido concebidos en una visita conyugal. Una ironía del caso, es que el padre del hijo de una prostituta en la cárcel es el escenario con el que sueñan algunas feministas para proteger a estas mujeres.
Lais encarna una figura que para el feminismo contemporáneo virtualmente no existe y desafía la dicotomía que le atribuyen al patriarcado: madre o puta. En Colombia, esta doble condición es común. En Bogotá algo como el 90-95% de las prostitutas registradas tienen hijos. Se sabe que por lo menos una de las guarderías del Distrito está informalmente especializada en hijos de prostitutas. O sea que Lais no es atípica. Por el contrario, la maternidad es un rasgo característico de las prostitutas colombianas. 
Una pregunta pertinente es dónde y cómo conocen las prostitutas a los padres de sus hijos. Sobre eso se saben cosas que el oscurantismo no ventila pues, como Lais, atentan contra la doctrina. Pero la cuestión es tan obvia como tratar de adivinar a quien le compraría un mecánico automotriz un carro de segunda mano. Entre los clientes de la prostitución existe un sistema de fidelización cuyo segundo nivel es elcliente especial, seguido del novio, después del amante y por fin del marido. En Bogotá es con esos términos. Con el marido se tienen hijos, y esa es una eventual salida del oficio, tal vez la más buscada. Si el elegido no responde, se retorna al mercado para volver a intentarlo. El eventual padre, claro está, entre más solvente mejor. Cuando se percibe que es un muy buen partido, se toman atajos en el programa de fidelización. Brenda  relata que Rasguño “tuvo sus reinas, su gente de televisión, pero con las prostitutas se cuidaba mucho, todas eran unas bandidas que querían meterle un hijo”.
Sería arriesgado insinuar que existe un patrón tan regular y predecible para todas. En lo que hay que insistir es en la falsedad del dogma que, sin mayor evidencia para Colombia, postula que siempre son mujeres “engañadas y obligadas por los traficantes a trabajar en la prostitución en contra de su voluntad y en condiciones de esclavitud”. En el caso de Lais, la Corte Constitucional constató que, a pesar de su precaria situación, no había mafias, ni rufianes, ni amenazas. Todo informal, de palabra, despiadado, pero contractual. Es lo típico en el país y entre las compatriotas en Europa. Diez años antes de Lais, Alvaro Sierra hizo en El Tiempo un perfil de la Veterana, una “niña casi bien” de colegio de monjas que, convencida por Amparo en un viaje de bus, decidió irse de prostituta. Y lo fue por el resto de su vida. Tuvo amores, amantes, esposos e hijos. Nada de mafias ni sexo forzado; pura elección, si no racional, por lo menos instintiva, y de por vida.
La alta tasa de maternidad entre prostitutas podría ser una peculiaridad colombiana, o latina. Pero los romances de burdel ocurren en muchas partes. Entre prostitutas londinenses, el término trabajo sexual se usa cuando el sexo es sin romance, o sea con extraños. Ahí no se dan besos, y es con preservativo. Pero no siempre ocurre así. También está el novio, o el sugar daddy, que pueden surgir de la misma clientela.
En España, el mismo dilema fue llevado a la pantalla por Fernando León de Aranoa en Princesas. Caye, prostituta madrileña, le confiesa a su colega dominicana Zule que añora no tener quien la quiera. Un día conocen dos hombres en un bar, y a la salida se preguntan si a esos los van a tratar como novios o como clientes.
Si viviera en Colombia, tal vez Caye diría que lo más duro de ser puta es no tener quien hable de tí como mujer adulta en la prensa, o en los informes de ONGs. Que te sigan tratando como menor de edad, que te ninguneen y pretendan rescatarte sin siquiera preguntarte lo que quieres. Y que las feministas se preocupen tanto por los trans, o por el aborto en condiciones atípicas, y tan poco por tus derechos, o los de la señora Lais, o los de decenas de miles de colegas, sin siquiera averiguar cuantas son.
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La Interrupción No Voluntaria del Embarazo (INVE)

Es común en Colombia la observación que somos los hombres quienes, por taras patriarcales milenarias, nos oponemos al aborto. Hace unos años, se empezó a hablar de una nueva motivación, la crisis de la masculinidad, que llevó a la reivindicación de la paternidad, con el mismo resultado: ellas quieren la IVE, ellos no. “Ya es muy representativo el número de hombres que exigen que la mujer no aborte, así ella lo desee, y que en lugar de esto, tengan el hijo y se los entregue”. 
En su Parábola de Pablo, Alonso Salazar relata un incidente que no encaja en estos guiones. El Patrón, por amor a Victoria, Juan Pablo y Manuela, se propuso nunca tener hijos por fuera de su matrimonio.
“En alguna ocasión una de sus novias ocasionales quedó en embarazo
- Yo no quiero que tengas el hijo, le dijo él secamente
- Yo lo quiero tener, replicó ella
- No, no puedes
Ante la estricta negativa la joven planeaba marcharse a tener su hijo a Estados Unidos. Pablo la invitó a Nápoles para tratar de convencerla por última vez. Sus argumentos, primero suaves y luego amenazantes, fueron inútiles. Ella se empecinó. Entonces Pablo hizo una seña y de uno de los cuartos salieron Pinina, la Yuca, Arcángel y un médico. La mujer no comprendía nada. La tomaron a la fuerza, la inyectaron y dopada la llevaron al puesto sanitario de la hacienda. Pablo salió para no escuchar los gritos y súplicas de la mujer. Sus hombres, asesinos a sangre fría, sintieron náuseas y vértigo cuando el médico empezó a extraer el feto … El Patrón quedó achantado durante varios días. Le dio duro hacerle eso a esa mujer”.
Este caso deja claro que lo relevante no es ser pro o anti aborto, sino la posibilidad de que, en caso de desacuerdo, sea la mujer quien decida. Fuera de los "actores armados", una INVE tan extrema no debe ser común en Colombia. No se puede decir lo mismo del desacuerdo previo: ella quiere tener el hijo pero él no. Por ejemplo porque, como Escobar, ya tiene prole por su lado. A juzgar por el silencio que las rodea, situaciones como estas parecerían ser atípicas. Pero ocurren. Uno de los escándalos que, por los años setenta, causó revuelo en mi casa fue el de la amante de un amigo de mi papá que -por ahí empezó el chisme- “no quería irse con él para Nueva York”. El caso para mí fue llamativo pues era la primera vez que mi mamá, siempre crítica de las mujeres “que ponían la cascarita”, estaba indignada a favor de una de ellas. 
En la investigación sobre aborto que se hizo en el Externado en los años noventa, se encontró que una proprorción no despreciable de mujeres "expresó haber sido sometida a presión por parte del compañero para realizar el procedimiento”. Además, las situaciones en las que el hombre presiona a la mujer a la INVE son aquellas “vividas con mujeres que no son compañeras estables o dentro de relaciones esporádicas, accidentales, ocasionales”. 
Es imposible saber qué tan comunes son estos casos en Colombia actualmente. Alguna información indirecta permite sospechar que puede haber mucho futuro hijo más deseado por ellas que por ellos. Por ejemplo, la infidelidad, en todas sus versiones, sigue siendo un territorio más masculino que femenino; ser separado disminuye la oposición al aborto sólo en los hombres y la unión libre parece ser el arreglo de pareja preferido por ellos, siempre que no haya hijos. Sobre estos temas habrá que volver. 
Sin duda la INVE es de interés para el debate. Sobre todo en un país en el que la sucursal -abierta o a la tapada, fugaz o duradera- es una institución tan bien establecida. Y donde, por lo tanto, un embarazo sorpresivo puede ser más  incómodo para el lado masculino. ¿Será dar mucha papaya sugerir que en casos como estos –ella quiere un hijo y él no- facilitar la interrupción del embarazo no necesariamente le conviene a las mujeres sino que, por el contrario, favorece a los hombres?

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Ya casi nadie muere abortando

Si el número de abortos anuales se ha exagerado y a quienes recurren a la práctica les han quitado años y estratos, las referencias a las condiciones en que se realiza la IVE en Colombia compiten con la pluma de  Felix B Caignet.
Como si la tecnología se hubiera estancado en las agujas de tejer y las sondas caseras que provocaban la infección para expulsar el embrión, se sigue señalando que abortar es una operación con altísimo riesgo. "Se hacen en condiciones absolutamente pavorosas. Es jugar con la muerte realmente". Se habla de “toda una industria artesanal de abortos peligrosos” realizados en cuchitriles insalubres. Sin mencionar la fuente, se afirma que “en Colombia se siguen muriendo al año miles de mujeres por abortos mal practicados”.
Los datos disponibles muestran otra cosa. Ya para mediados de los noventa, según un estudio realizado en el Externado, el aborto de alto riesgo se había reducido significativamente y la aspiración, cuyas complicaciones son mínimas, era el método más utilizado. De acuerdo con un trabajo del DNP las defunciones maternas por aborto habían bajado sustancialmente desde 264 en 1983 a 119 en 1995. Ese último año, las muertes maternas, por cualquier causa, no llegaron a mil. A ese mismo ritmo, la tasa de mortalidad de los abortos sería en la actualidad casi despreciable. 
En aquella época, una de cada cinco mujeres recurría a los fármacos. Lo hacían a través de ginecólogos. Es válido pensar que ese es el método que más ha ganado usuarias en el país. La prueba casera ha facilitado la detención temprana y sin intermediarios del embarazo, y ha reducido los riesgos de un procedimiento que, en caso extremo, ya podría ser doméstico. Incluso a esta opción se le sigue colgando la etiqueta del peligro de muerte. Como si el objetivo fuera asustar, se anuncia que una mujer puede “consultar al Doctor Google y comprar las pepas por Internet” pero, ojo, “arriesgando su vida”. De pasada, se acusa a los médicos de ser, todos, unos fanáticos dispuestos a dejar morir a una mujer por complicaciones de un aborto con fármacos. Hace mucho se sabe que los ginecólogos no son espías de la arquidiócesis. Y que sus consultorios no son unos antros.
Las condiciones sanitarias de alto riesgo que tuvo que enfrentar Florence Thomas son aún más lejanas que Mayo del 68. Fue por esa misma época que Magdalena León vio una maleta con una carga macabra, el cadáver de una mecanógrafa de 24 años, que "trazó la ruta" de sus preocupaciones. Un falso médico "le había practicado un aborto y, por accidente, la paciente había fallecido". A pesar de la ilegalidad, estas historias han ido desapareciendo gracias al impresionante avance tecnológico que ha permitido reducir drásticamente el riesgo de la IVE. 
Hace tiempo que clandestino dejó de ser sinónimo de mortal. Ya desde los años noventa, dos de cada tres de las mujeres calificaban su aborto como "adecuado o realizado con profesionalismo". Con la mayor disponibilidad de la IVE farmacológica, que redujo la mortalidad, las opciones peligrosas han perdido relevancia progresivamente. En varios países los abortos quirúrgicos, de mayor riesgo, son ya una práctica en desuso.
Ante semejante avance tecnológico, no se entiende hacia quien va dirigida la estrategia tremendista pro aborto en las columnas de opinión. El melodrama le debe ayudar poco a una pareja de adolescentes despistados y en apuros. Ni siquiera a la mujer rezandera que a su cuarta sorpresa se convence de que ya basta. Por el contrario, pensarán que tienen que meterse al bajo mundo, a algún antro insalubre, para solucionar la emergencia, y que luego les caerá la Fiscalía. Con tanta tragedia irresponsablemente anunciada, las mujeres encartadas con un retraso se deben sentir menos inclinadas a apoyarse en las redes informales ya consolidadas. Se puede temer que la supuesta campaña emancipadora lo que está logrando es meterle miedo a las primíparas. Un testimonio de una mujer profesional, en los años 90, avala esta inquietud: "las historias de los medios de comunicación, tan horrible que han contado la situación que uno alcanza a atemorizarse". 

Para reforzar el pánico, algún fanático -que no faltan y con el ambiente de confrontación se deben sentir más desafiados- podría traducir un afiche oficial ruso que pregonaba “el aborto es dañino, y puede llevarte a la muerte … quien lo practica comete un crimen”. El impacto real de esa campaña zarista y el del alboroto sobre la supuesta alta mortalidad en Colombia un siglo después, puede ser básicamente el mismo: disuadir a las potenciales necesitadas de una IVE.
La legalización del aborto hace más parte de la agenda política  de quienes la promueven, que de las preocupaciones reales de las mujeres cuyos intereses dicen defender. Para sacarla adelante, cualquier recurso parece válido. Ni siquiera se ha tenido en cuenta que si de dramatizar se trata, los opositores la tienen ganada, en Colombia y en el mundo. Basta meterse en Google y pedir imágenes con la palabra aborto para quedar espantado.

El debate podría ser más realista, actualizado, sereno y frentero. O sea, una versión amigable del que con mérito promueve Florence Thomas, respaldada en su propia historia, así sea algo démodé. Ya se debería hacer explícito que no se trata de luchar por la salud de cientos de miles de jovencitas anónimas, maltratadas y sin recursos, que necesitan la legalización para no morir en antros insalubres -pero a quienes no parece interesarles el debate- sino por los derechos reproductivos de mujeres educadas que no se conforman con las migajas de la IVE en casos de violación o malformación del embrión. Gracias a la tecnología, que cada vez acerca la IVE a una contracepción ex-post, el asunto se vuelve más privado que de salud pública. Eso no hace la lucha menos válida. Así les fallen los cálculos, algunas mujeres quieren tener sus hijos cuando les dé la gana. ¿Cómo no apoyar, sin necesidad de más drama, una pretensión tan básica y elemental?

Los abortos no son tantos


Publicado en la Silla Vacía el 28 de Julio de 2011
Muchos hemos vivido de cerca algún aborto, menos dramático y sin las repercusiones mediáticas del de Florence Thomas, quien defiende la despenalización total de esta práctica y debe estar definiendo estrategia para el debate que viene. Las mujeres enfrentadas a un embarazo  inoportuno, pero también todos los hombres que tuvimos algún descache, estamos en deuda con ella. Su lucha no se ha conformado con las condiciones –atípicas, y excepcionales- consideradas necesarias por la jurisprudencia colombiana para que la Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE) no sea clandestina.  
Los argumentos de Florence y sus compañeras de lucha requieren  algunas precisiones. La primera tiene que ver con el número de abortos al año. Sin sustento, y a pesar de la dificultad para contabilizar cualquier actividad clandestina, la cifra de 350 mil ha hecho carrera como verdad de a puño. El estudio más serio sobre el tema, El Aborto Inducido en Colombia, fue realizado a principios de los años noventa en el Externado. A partir de una encuesta a más de 33 mil mujeres, se encontró que el 23% de ellas había tenido alguna IVE. El total de abortos inducidos por cada cien embarazos era entonces del 12%.
 En la actualidad estos porcentajes serían menores, pues el uso de anticonceptivos se ha incrementado. Aún con esas cifras, hoy por hoy, el número de abortos al año en el país apenas superaría los 100 mil. En efecto, en la actualidad hay un poco menos de 900 mil nacimientos al año. Si fuera cierta la cifra de IVEs más popular, uno de cada tres embarazos en Colombia terminaría en aborto, un dato que haría sonreír a cualquier ginecólogo. Suponiendo que la proporción de abortos sobre embarazos ha permanecido constante, se tendrían unos 108 mil abortos al año. Con la extensión de la contracepción, estos cien mil serían una cuota máxima. Al comparar a Colombia con otros países este estimativo es más plausible que el tercio de millón. De aceptar esta cifra, esta práctica estaría casi tan extendida en el país como lo está la IVE legalizada en la antigua cortina de hierro. El estimativo de 100 mil ya nos pone en rangos  verosímiles.
 Otra vía, más actualizada pero más imprecisa, para estimar el número de IVEs es la encuesta de sexualidad hecha en el 2008. De nuevo, se llega a una cifra que ronda más los 100 que los 300 mil. El 14% de las mujeres que respondieron la encuesta -sin grandes variaciones por edades- reportan haber abortado alguna vez. Este porcentaje está bien por debajo del "44% de menores de 20 años (que) se ha practicado al menos un aborto" que se señala a la carrera sin especificar con qué población o en qué lugar se estimó tal cifra. 
 En la actualidad habría en el país un poco más de 2.5 millones mujeres que han abortado. Pero esto no ha ocurrido en ocho años sino en el último medio siglo. Con el dato del número de abortantes por rangos de edad se puede estimar que los abortos que ocurren hoy, según esta encuesta,  serían unos 160 mil al año.

 
Si la incidencia se exagera, las características de quienes abortan se dramatiza. Se menciona que las principales víctimas de la clandestinidad son las jóvenes de bajos ingresos. Sólo las niñas ricas, se dice, pueden solucionar su problema. El estudio referido no concuerda con esta visión. Aunque las jóvenes de bajos recursos tienen más embarazos, pues no siempre usan anticonceptivos, el riesgo de aborto es menor pues aceptan más que la gravidez termine en nacimiento. Son las mujeres de clase media y alta las menos tolerantes al embarazo indeseado. 
La asociación apresurada entre la ilegalidad del aborto y la altísima tasa de embarazo adolescente tampoco convence. A veces queda la impresión de que la legalización sería la única manera de afrontar ese fenómeno. Se ignoran los testimonios de jovencitas enamoradas a quienes no sólo no les interesa interrumpir su embarazo sino que lo buscaron afanosamente. Ya en los años noventa, el aborto era más un asunto de mujeres vinculadas al mercado laboral que de adolescentes desempleadas que abandonaron la escuela.
No siempre la IVE es una salida al embarazo precoz o por fuera del matrimonio. A veces se trata más de “una práctica extrema para controlar un número de hijos ya establecido”. Además, es en los estratos bajos en donde los abortos ocurren entre el tercero, cuarto o quinto embarazo. Y es en las clases altas en donde más se da “la utilización del recurso al aborto para posponer la iniciación de la vida reproductiva”.
 A diferencia de Florence, quien después de su experiencia supo que “no volvería a abortar nunca más”, sorprende que la ilegalidad del aborto no disuade a las colombianas sino que es algo que desde hace mucho parecen asimilar. “El riesgo de abortar se incrementa con el número de abortos. Una vez que ha ocurrido el primero, es cada vez más probable pasar al segundo y de este al tercero”. Es como una especie de síndrome de Sanandresito: se asimila la ilegalidad. 
Sólo con este dato de reincidencia, que desafía la idea de que todo ocurre en condiciones sanitarias deplorables, surge la curiosidad por averiguar en serio cuantos son los abortos clandestinos que están ocurriendo en el trasfondo de los mataderos municipales, cuantos con sondas y agujas de tejer, cuantos con métodos modernos en consultorios de ginecólogos discretos y liberales, e incluso cuantos en la habitación de la sorprendida.