miércoles, 27 de junio de 2012

Optimismo desde el taxi


Publicado en El Espectador, Junio 28 de 2012

Llamaré Marina a una extraordinaria taxista bogotana que conocí hace unas semanas. Nuestra charla empezó con un comentario mío sobre lo raro que sigue siendo ese oficio para una mujer. “Es que nos asustan. Pero fíjese: desde que instalé el sistema de alarma, ni siquiera me toca analizar la cara del pasajero”.

Marina era profesora de idiomas pero pudo más su temprana vocación por la mecánica. El papá también fue taxista y ella, aún en el colegio, hacía turnos cortos por las tardes. Desde pequeña ayudó en la tienda de la mamá, y ambas veían el taxi como un activo del negocio. Siempre fue claro en la familia que un vehículo es más una herramienta que un bien de consumo.

Se casó joven. Cuando con los primeros ahorros su esposo, también profesor, le propuso que se compraran un carro ella le dijo que no quería una máquina que sólo generara gastos. “Mejor un taxi”, sentenció. Por varios años contrató choferes y siguió dictando clases. Un día, aburrida del incumplimiento de los conductores y los alumnos, pensó que si se encargaba del vehículo podría mejorar los ingresos, subirse el ánimo, conocer gente, ser más autónoma y, sobre todo, tener más tiempo para ella y sus hijas. No se arrepiente. Maneja la casa, y su vida, con el taxi. "Entre dos carreras puedo parar donde venden el mejor pan, me conozco las especialidades de todas las carnicerías ... Siempre sé dónde hay promoción de jabones. Transporto a mi esposo en pico y placa, recojo a mis hijas en el colegio y llego temprano a la casa para pintar, que es lo que realmente me gusta hacer". Para los gastos no tiene que esperar la quincena. Y los días buenos, cuando le sobra plata, invita al esposo a una heladería. "Imagínese, hasta puedo mantener el romance, como cuando éramos novios”.

Esta elocuente taxista ha logrado lo que la mayoría de  colombianas quisieran: un actividad con jornada maleable, para combinar lo laboral con lo familiar y lo extra curricular. Sin importar la edad, el estrato, si trabajan o no, el nivel educativo, el lugar donde viven, el estado civil, el número de hijos o la ayuda doméstica, más del 60% de las mujeres en el país manifiestan que les gustaría un trabajo de medio tiempo. Sólo el 7% lo tienen, pero muchas más lo desean. Este resultado del Sensor Yanbal 2012 sorprende pues va en contravía de lo que progresivamente se impuso como dogma, que el trabajo libera. La ley de Marina -un corolario de la ley de Pambelé- es simple: para hacer lo que a uno le place, es mejor trabajar menos que trabajar más. A los varones colombianos, poco atentos a la prole, tal vez menos versátiles, no les preocupa tanto como a ellas marcar tarjeta para dedicarle toda su atención, su energía y sus mejores años a la condena laboral.

Es probable que esa sensación de tener firmemente en las manos –como el timón del taxi- las riendas de su vida sea lo que hace de Marina una persona tan positiva y optimista. En la media hora que conversamos no se quejó ni una sola vez. No mencionó la palabra acoso, ni la discriminación, ni el techo de cristal, ni la inseguridad, ni el desempleo profesional, ni la violencia machista, ni siquiera habló mal del Procurador. En el inhóspito territorio de las calles bogotanas, donde las reglas las imponen a la brava los machos –choferes, guardaespaldas en burbuja, motociclistas, pilotos de ambulancia, contratistas, atracadores, policías- ella se mueve tranquila. Nada la asusta, nada la amarga, nada la indigna.

La familia, bajo el liderazgo de Marina, está llena de planes: una exposición de sus pinturas, una maestría del esposo, los estudios de estadística en la Nacional con los que sueña desde los trece años la hija mayor, o los de arte la menor. Ni siquiera la visa que le negó el gobierno suizo a su brillante primogénita para visitar una tía y aprender a esquiar logró amilanarla.

No hablamos de política, pero seguramente algunos tildarían a Marina de conservadora. Se adaptó como pudo a un entorno agreste. No sueña con otro planeta para realizarse como persona, ni mucho menos pretende señalarle a otras la ruta hacia la utopía. Se ha centrado en fijarse objetivos factibles, calcular sus chances y solucionar uno a uno los problemas concretos que enfrentan ella o su familia.

Al bajarme del taxi Marina me dio las gracias por mi curiosidad. Desde entonces no he dejado de preguntarme cuál es la fórmula para esa seguridad tan rotunda y sin fisuras, para ese verdadero empoderamiento. El optimismo irreductible es tal vez lo que está detrás de su capacidad para asumir riesgos y sentirse bien en su pellejo. Ver el lado bueno de las cosas, sin ingenuidad ni obstinación, es un poderoso motor de la acción. La confianza en sí misma es una capacidad que adquirió temprano y supo mantener. El arreglo económico que tiene con su esposo es insuperable. Él aporta los recursos frescos del sueldo y ella maneja, literalmente, los ahorros. Está diversificado el riesgo y las hijas están protegidas contra eventuales deslices o sucursales.

Sería inadecuado anotar que se trata de una mujer que creció en medio de privilegios. Por el contrario, cualquier ONG extranjera se escandalizaría con esos antecedentes de explotación laboral. Marina trabajó desde niña en el comercio minorista y apenas pudo en el transporte público. Lo adecuado, dicen, hubiera sido limitarle el tiempo libre a las tareas escolares y a los juegos, para que soñara con un mundo mejor.

Un estudio sobre mujeres laboralmente exitosas en los EEUU señala que la mayoría de ellas recuerda haber tenido desde la infancia distintas responsabilidades, además de las domésticas, hoy tan estigmatizadas. Durante el bachillerato, casi la totalidad combinó sus estudios con trabajos remunerados como cuidar niños, hacer la limpieza o dar clases. Al igual que Marina, las más empresariales colaboraron en negocios familiares. A otras, también como a Marina, los trabajos juveniles les sirvieron para identificar su vocación. Una pediatra, por ejemplo, señala lo definitiva que fue para su carrera la temprana experiencia como baby-sitter.

No alcancé a tocar el tema, pero yo apostaría que Marina nunca estuvo inscrita en cursos o seminarios sobre “problemas de género”. Su optimismo no es la norma entre las mujeres con estudios superiores. Suena increíble, pero en Colombia, de acuerdo con la misma encuesta Yanbal, la proporción de quienes reportan haberse sentido discriminadas “de cualquier forma por el hecho de ser mujer” aumenta con el nivel educativo. Lo anterior a pesar de que en el estrato alto, con acceso a la universidad, la percepción de exclusión femenina es menor. Las mujeres con secundaria o menos señalan como foco primordial de discriminación a la familia; las más educadas perciben que el entorno que las margina es el laboral. Pero aún filtrando por el empleo, el hecho de tener estudios superiores incrementa en un 75% la probabilidad de que una colombiana se haya sentido discriminada como mujer. Algunas doctoras del país se sienten más excluídas que Dioselina Tibaná, buen primor.

A diferencia de esta valiosa y valerosa taxista que maneja con optimismo, berraquera y ternura tanto el patrimonio como el matrimonio, en algunas aulas universitarias por empoderamiento femenino se entiende cultivar con esmero los temores, repasar el inventario de abusos, alargar la lista de derechos y perpetuar la quejadera. Qué productivas serían unas charlas esporádicas con mujeres como Marina, que no se sienten víctimas, conviven armoniosamente con su pareja y con más tezón que retórica lograron el control de sus vidas.

La última solicitud burocrática que hizo Marina –que un gobierno extranjero le diera a su hija autorización para viajar- se la negaron. Cualquier día, entre un par de carreras por el vecindario del consulado, volverá a insistir, hasta que se la den.


jueves, 21 de junio de 2012

Celos con muchas ganas


Publicado en El Espectador, Junio 21 de 2012

“Sublime éxtasis de amor... que acelera mis latidos. ¡Vayamos, vayamos pronto!”, repite el oso libidinoso a las pretendidas que le huyen en un cuento sinfónico de Les Luthiers. Ni el oso ni la persistencia son extraordinarios. “Siempre que te pregunto, que cuándo, cómo y dónde, tu siempre me respondes: quizás, quizás, quizás”.

El excedente de ganas masculino —ellos siempre más dispuestos que ellas a hacer el amor— es tema recurrente en los cancioneros, las charlas entre amigos y las encuestas de sexualidad. El último Sensor Yanbal lo corrobora. El número de hombres que quisiera sexo a diario duplica el de mujeres. En el otro extremo —el del tenue deseo que subsiste con un polvo al mes— las damas triplican a los varones.

En promedio, ellos buscan hacerlo día de por medio, mientras que ellas preferirían al menos dos días de descanso entre faenas. El punto de acuerdo en la ardua y no siempre explícita negociación son tres polvos semanales, la frecuencia más común en el país.

La brecha de género en las ganas se da con recato o con ímpetu. La mayor discrepancia se observa hacia los 40, cuando un hombre de cada tres insiste en su dosis cotidiana, pero, a esas alturas, sólo una mujer entre diez respalda tan ilusa pretensión. Ni siquiera rondando la jubilación hay coincidencia. Con la menopausia, el 15% de ellas señala que una o dos veces al mes bastan, opinión que comparte menos del 2% de los cincuentones.

La volatilidad de las ganas femeninas sigue siendo insondable. Estimuladas por el éxito del Viagra, las farmacéuticas se lanzaron a investigar, pero siguen despistadas. Por lo pronto se sabe que no existe asociación directa entre la frecuencia de las relaciones sexuales y el ciclo ovulatorio. Tampoco hay correlación entre los niveles de estrógeno y la excitación corporal.

Adoptando como indicador del deseo femenino la iniciativa para el sexo, se ha observado que las mujeres que toman contraceptivos orales no muestran cambios importantes en las ganas a lo largo de su ciclo. Pero entre las que utilizan métodos que no alteran el flujo de hormonas, se percibe mayor tendencia a tener la iniciativa durante la ovulación. En las parejas de lesbianas —sin presión masculina— las relaciones son más frecuentes en la época fecunda, cuando tienen mayor posibilidad de orgasmo.

En últimas, parecería haber ciclos del deseo femenino relacionados con las hormonas —rezagos del estro— que ayudarían a explicar las diferencias de ganas, en el tiempo y con sus parejos. Sin que se conozca el mecanismo —tal vez las feromonas o ciertas señales corporales— los hombres perciben esas variaciones. Se ha encontrado, por ejemplo, que las bailarinas de strip tease reciben más propinas cuando están ovulando.

Aunque primatólogos y etólogos han señalado diferencias claves entre celos de machos y hembras, no he encontrado ninguna sugerencia útil para explicar un insólito resultado de la encuesta Yanbal, casi tan persistente como el superávit de ganas varonil: una significativa asociación positiva entre los celos y el deseo femenino. Sólo las colombianas que aceptan haber montado alguna vez un show de celos son tan libidinosas como los hombres. Aún teniendo en cuenta que el mujeriego es por lo general posesivo, esta correlación es más fuerte entre las mujeres.

El 20% de las más celosas quisiera tener sexo a diario y tan sólo el 1% prefiere las relaciones muy esporádicas; entre las demás, las respectivas proporciones son 8% y 5%. Al igual que el colombiano típico, las mujeres que han hecho manifiesta su obsesión por los cuernos quisieran hacer el amor, en promedio, un día sí otro no.


Las colombianas celosas e hipersexuales se reparten de manera bastante homogénea por estrato, nivel educativo, estado civil e incluso por edades antes de la menopausia. Se concentran más en Cali y menos en Medellín que en Bogotá o Barranquilla. En síntesis, un misterio total.

Francesco Alberoni, en Sexo y amor, sugiere que esa mezcla es el reverso de la rutina y el tedio que sufren las parejas establecidas: “personas que se excitan con los celos, que desean con mayor intensidad cuando no están seguros de ser correspondidos”. Los datos colombianos muestran que la explosiva mezcla de infidelidad y celos se da tanto en hombres como en mujeres. Pero al filtrar por cuernos y deslices, la relación entre libido intensa y celos persiste, es significativa, sólo para ellas.

Una amiga interesada en psicoanálisis me sugirió una eventual explicación para este vínculo. “Es posible que si el padre fue al tiempo seductor y abandonador, quede una impronta de dos cosas: sexualidad un poco alborotada por efectos de esa seducción no resuelta y ansiedad de abandono. Un coctel perfecto de persona celosa”.

La propuesta es interesante porque pone el foco sobre tanto mujeriego con hijos y sucursal que hay en el país, un fenómeno que se ha subestimado tanto como su impacto sobre la niñez y la adolescencia. Por otra parte, porque Edipo ayudaría a explicar la asimetría por género: al ser menos probable que los hijos sientan amenaza de abandono por parte de la madre que las hijas por el padre, se entendería que la secuela de ese temor, eventual detonante de los celos con muchas ganas, surja con más ímpetu por el lado femenino.


El peso de la evolución

Las hembras de algunos roedores sólo copulan durante el estro pues sin las secreciones de estrógeno y progesterona les resulta imposible adoptar la posición de lordosis requerida para hacerlo. Las cobayas tienen la vagina recubierta por una membrana que sólo se abre durante la ovulación para el apareamiento. El estrógeno controla tanto el apetito sexual como la posibilidad de satisfacerlo. Las hembras de los primates sí pueden copular en cualquier momento, aunque no estén ovulando. Las bonobos utilizan generosa y bisexualmente esta prerrogativa. Liberadas de la tiranía de las hormonas, cuyos efectos sobre el comportamiento ya no son físicos sino psicológicos, tienen sexo con motivaciones estratégicas, económicas o políticas diferentes a la reproducción, incluso para no aburrirse. Pero su apetito sexual todavía presenta ciclos asociados a la ovulación.

El oso libidinoso no es el único macho mamífero siempre listo, con lo que sea. En la activdad equina se considera normal la masturbación de los potros. Los ganaderos reportan sementales que protestan ante el retiro del colector de esperma. Las comparaciones herejes no paran ahí. La sexualidad de los primates también está sujeta a la presión social. Una primatóloga habla del calvinismo de los macacos, que reprimen a las hembras muy promiscuas.


Fuente. Angier Natalie (1999). Woman. An Intimate Geography. Virago Press





Una eventual ventaja de las pepas

De existir un vínculo entre el ciclo menstrual y el deseo femenino, una conjetura es que ese podría ser un factor de riesgo del embarazo adolescente, en donde abundan los tiros certeros. Sería prudente quitarle el monopolio al preservativo como recomendación anticonceptiva para las jóvenes colombianas. A la innegable complejidad de su uso habría que sumarle como costo el pico de ganas durante los días fecundos, algo que contribuye poco a su efectividad.   




jueves, 14 de junio de 2012

Infidelidad masculina y machismo

Publicado en El Espectador, Junio 14 de 2012


“Yo no creo en los hombres, a mí eso me dejó tan marcada que yo pienso que todos son igual de  falsos. Volver a reorganizar un hogar, no lo voy a hacer. Tuve un esposo maravilloso en vida, pero cuando murió me enteré que me había sido infiel con dos muchachas y que las había dejado embarazadas. Tuve una lucha que ya no fue con un vivo sino con un muerto”, cuenta una viuda del conflicto.

“Ese día estaban dos novias de él que tenían el mismo nombre pero diferentes apellidos, también estaba Brenda y una prepago que se llamaba Consuelo. Tenía en la misma casa, en la misma fiesta, y en la misma noche, cuatro mujeres”.

Una de las asiduas a las visitas conyugales de la cárcel de Cómbita decía que pensaba quedarse toda la vida siendo novia de los presos porque “no ponen los cachos y siempre se sabe dónde están”.

En Colombia los hombres engañan a su pareja más que las mujeres. Múltiples testimonios y todos los datos disponibles son contundentes y tercos para desafiar la equidad de género en los cuernos. En la encuesta “Cómo viven los colombianos su sexualidad” realizada por el CNC para el Espectador y Caracol en el 2008, más de la mitad de los hombres señalaron haber sido infieles contra sólo una de cuatro encuestadas. El Sensor Yanbal de la Mujer Colombiana  hecho por IPSOS a finales del 2011 muestra proporciones inferiores pero confirma la marcada diferencia (42% contra 13%) al responder a la pregunta “¿usted le ha sido infiel alguna vez a su pareja?”.

Una explicación a la que recurren quienes consideran inverosímil o políticamente inaceptable tal disparidad es que las mujeres son discretas mientras que los hombres alardean con la infidelidad. La misma encuesta desafía esta fuente de asimetría: del 70% de las aventuras, masculinas o femeninas, acabó enterándose la pareja. Aún suponiendo que los humanos somos inmunes al efecto Coolidge -la predisposición a la promiscuidad en los machos de varias especies- o ignorando la mayor aversión femenina al riesgo, un poderoso saboteador de audacias que también parece innato en ellas, el argumento no convence. Equivale a afirmar que el discurso que caló no fue el “mijita, si tiene pareja no se enrede” sino el “si le preguntan, calle su desliz”. No menos relevantes son los numerosos testimonios de amantes devotas de hombres casados e infieles que avalan esa brecha y lo escasas que son las historias opuestas.

En los EEUU se ha encontrado que la discrepancia en el número de parejas reportadas por hombres y mujeres en las encuestas sobre conducta sexual –una constante en muchos países- se explica por la prostitución, cuya clientela sigue siendo esencialmente varonil. Aunque no disponemos de estudios similares, en un país con un sector de prepagos en boom, ahí también podría estar parte del desequilibrio en los cuernos. 

La infidelidad masculina en Colombia es no sólo más frecuente sino diferente de la femenina. Lo primero es el perfil por edades de los romances furtivos, que no sorprende. Sólo en las nuevas generaciones se atenúa considerablemente el sesgo varonil. A pesar del “alguna vez” de la pregunta, que con el transcurso de los años incrementa la posibilidad del reporte de haber sido infiel -y que podría explicar que las canas al aire de cincuentones dupliquen las de jóvenes- las mujeres de menos de 24 que han puesto los cuernos casi triplican a sus congéneres nacidas antes de los ochenta.

El nivel educativo, y en particular el acceso a la universidad, disminuye considerablemente la discrepancia de género en las aventuras por fuera de la pareja. Entre quienes cursaron sólo primaria la diferencia es del 33%, pero tener un posgrado la reduce al 13%. Parecería que, educándose, las mujeres aprenden a poner cuernos y los hombres a controlarse.

El matrimonio consolida la fidelidad femenina sin un efecto similar sobre las promesas de exclusividad masculinas. Lo que sorprenderá a idealistas, siendo obvio para cualquier biólogo o comisario de familia, es que las secuelas de la maternidad son opuestas a las de la paternidad. Con la llegada de los hijos ellas se centran en atenderlos y reducen drásticamente la búsqueda de aventuras, pero entre ellos se refuerza el ánimo para las nuevas conquistas, que además crece con la prole.

Alguien los cría y ellos se juntan, dice el refrán. Las personas infieles se atraen, o se van acomodando. No se puede saber con esta encuesta cómo empieza el contrapunteo, pero tener una pareja infiel multiplica por cerca de cuatro la probabilidad de serlo, tanto en hombres como en mujeres.

“No era sino que apareciera una vieja atractiva y él corría detrás de ella … Hasta que un día me cansé, decidí que también era capaz de levantar … Me conseguí a alguien que de verdad me paraba bolas”, cuenta Carolina. Su reacción de talión, cuernos por cuernos, no es la más común. Un 79% de los hombres infieles fueron perdonados por su pareja, contra apenas un 42% de las mujeres que tuvieron un desliz.

No sorprende que los arreglos liberales, en los que ambos tienen sus affaires, sigan siendo raros y, como también muestra la encuesta, se caractericen por altos niveles de conflicto. En aras de la concordia, en más de la mitad de las parejas no se reporta infidelidad. Con mujeres más tolerantes a los cuernos se entiende que en el 30% de casos se trate de algo exclusivamente masculino y que el reporte de infidelidad sólo femenina sea apenas del 5%. El 10% restante corresponde a infieles que actúan con reciprocidad, o retaliación.

Un aspecto llamativo de esta encuesta de Yanbal son las diferencias regionales. Hace medio siglo, cuando hizo su detenido trabajo sobre las estructuras familiares en distintas zonas del país, Virginia Gutiérrez llamó la atención sobre las peculiaridades de la Costa en materia de infidelidad. Tanto los hombres casados que “mantenían complementarias uniones de facto” como las mujeres “de algunos grupos de las clases bajas” se caracterizaban por la inestabilidad de sus arreglos de pareja. En los segmentos femeninos más desfavorecidos el desfile de compañeros era tal que “en el extremo máximo  la unión consensual toca lindes de comercio sexual”; en algunos hospitales públicos la antropóloga halló grupos de mujeres que “ignoraban quien era el padre de su hijo”.

Desde entonces, el liderazgo costeño se ha consolidado pero sólo en términos de una infidelidad predominantemente masculina. Actualmente Barranquilla se distingue además por un porcentaje mayor de mujeres fieles que Cali, Medellín o Bogotá.

Mi primera maestra en cuestiones de género nunca cesó de repetirme que la principal cruz de muchas colombianas era tener que aguantar un marido mujeriego que, encima, las celaba. Esa diferencia básica de derechos en la pareja era para ella la esencia del machismo en el país. “Lo demás son arandelas”, decía. Siguiendo esa intuición, construí un indicador de machismo por ciudades basado en el exceso de infidelidad masculina sobre la femenina y la compartida.


Con esta medida, el machismo en Barranquilla aparece superior al de Cali o Medellín y, sobre todo, al de Bogotá. La capital se encuentra a la vanguardia en la proporción de parejas para las que la infidelidad está dejando de ser un asunto exclusivamente varonil. Este indicador no sólo presenta los perfiles esperados –aumenta con la edad, disminuye con la educación y se consolida con el matrimonio y los hijos- sino que es consistente con la geografía del machismo que elaboré con las preguntas sobre actitudes hacia el trabajo femenino de la Encuesta Colombiana de Valores.

Una conjetura sobre la infidelidad y el machismo actuales en la Costa es que desde la publicación del trabajo de Virginia Gutiérrez los curas y luego los pastores recuperaron el descuido religioso en el que se encontraba la región desde la colonia y que, según ella, explicaba la baja formalización de las uniones. Parecería que la prédica se centró en las mujeres.