jueves, 14 de junio de 2012

Infidelidad masculina y machismo

Publicado en El Espectador, Junio 14 de 2012


“Yo no creo en los hombres, a mí eso me dejó tan marcada que yo pienso que todos son igual de  falsos. Volver a reorganizar un hogar, no lo voy a hacer. Tuve un esposo maravilloso en vida, pero cuando murió me enteré que me había sido infiel con dos muchachas y que las había dejado embarazadas. Tuve una lucha que ya no fue con un vivo sino con un muerto”, cuenta una viuda del conflicto.

“Ese día estaban dos novias de él que tenían el mismo nombre pero diferentes apellidos, también estaba Brenda y una prepago que se llamaba Consuelo. Tenía en la misma casa, en la misma fiesta, y en la misma noche, cuatro mujeres”.

Una de las asiduas a las visitas conyugales de la cárcel de Cómbita decía que pensaba quedarse toda la vida siendo novia de los presos porque “no ponen los cachos y siempre se sabe dónde están”.

En Colombia los hombres engañan a su pareja más que las mujeres. Múltiples testimonios y todos los datos disponibles son contundentes y tercos para desafiar la equidad de género en los cuernos. En la encuesta “Cómo viven los colombianos su sexualidad” realizada por el CNC para el Espectador y Caracol en el 2008, más de la mitad de los hombres señalaron haber sido infieles contra sólo una de cuatro encuestadas. El Sensor Yanbal de la Mujer Colombiana  hecho por IPSOS a finales del 2011 muestra proporciones inferiores pero confirma la marcada diferencia (42% contra 13%) al responder a la pregunta “¿usted le ha sido infiel alguna vez a su pareja?”.

Una explicación a la que recurren quienes consideran inverosímil o políticamente inaceptable tal disparidad es que las mujeres son discretas mientras que los hombres alardean con la infidelidad. La misma encuesta desafía esta fuente de asimetría: del 70% de las aventuras, masculinas o femeninas, acabó enterándose la pareja. Aún suponiendo que los humanos somos inmunes al efecto Coolidge -la predisposición a la promiscuidad en los machos de varias especies- o ignorando la mayor aversión femenina al riesgo, un poderoso saboteador de audacias que también parece innato en ellas, el argumento no convence. Equivale a afirmar que el discurso que caló no fue el “mijita, si tiene pareja no se enrede” sino el “si le preguntan, calle su desliz”. No menos relevantes son los numerosos testimonios de amantes devotas de hombres casados e infieles que avalan esa brecha y lo escasas que son las historias opuestas.

En los EEUU se ha encontrado que la discrepancia en el número de parejas reportadas por hombres y mujeres en las encuestas sobre conducta sexual –una constante en muchos países- se explica por la prostitución, cuya clientela sigue siendo esencialmente varonil. Aunque no disponemos de estudios similares, en un país con un sector de prepagos en boom, ahí también podría estar parte del desequilibrio en los cuernos. 

La infidelidad masculina en Colombia es no sólo más frecuente sino diferente de la femenina. Lo primero es el perfil por edades de los romances furtivos, que no sorprende. Sólo en las nuevas generaciones se atenúa considerablemente el sesgo varonil. A pesar del “alguna vez” de la pregunta, que con el transcurso de los años incrementa la posibilidad del reporte de haber sido infiel -y que podría explicar que las canas al aire de cincuentones dupliquen las de jóvenes- las mujeres de menos de 24 que han puesto los cuernos casi triplican a sus congéneres nacidas antes de los ochenta.

El nivel educativo, y en particular el acceso a la universidad, disminuye considerablemente la discrepancia de género en las aventuras por fuera de la pareja. Entre quienes cursaron sólo primaria la diferencia es del 33%, pero tener un posgrado la reduce al 13%. Parecería que, educándose, las mujeres aprenden a poner cuernos y los hombres a controlarse.

El matrimonio consolida la fidelidad femenina sin un efecto similar sobre las promesas de exclusividad masculinas. Lo que sorprenderá a idealistas, siendo obvio para cualquier biólogo o comisario de familia, es que las secuelas de la maternidad son opuestas a las de la paternidad. Con la llegada de los hijos ellas se centran en atenderlos y reducen drásticamente la búsqueda de aventuras, pero entre ellos se refuerza el ánimo para las nuevas conquistas, que además crece con la prole.

Alguien los cría y ellos se juntan, dice el refrán. Las personas infieles se atraen, o se van acomodando. No se puede saber con esta encuesta cómo empieza el contrapunteo, pero tener una pareja infiel multiplica por cerca de cuatro la probabilidad de serlo, tanto en hombres como en mujeres.

“No era sino que apareciera una vieja atractiva y él corría detrás de ella … Hasta que un día me cansé, decidí que también era capaz de levantar … Me conseguí a alguien que de verdad me paraba bolas”, cuenta Carolina. Su reacción de talión, cuernos por cuernos, no es la más común. Un 79% de los hombres infieles fueron perdonados por su pareja, contra apenas un 42% de las mujeres que tuvieron un desliz.

No sorprende que los arreglos liberales, en los que ambos tienen sus affaires, sigan siendo raros y, como también muestra la encuesta, se caractericen por altos niveles de conflicto. En aras de la concordia, en más de la mitad de las parejas no se reporta infidelidad. Con mujeres más tolerantes a los cuernos se entiende que en el 30% de casos se trate de algo exclusivamente masculino y que el reporte de infidelidad sólo femenina sea apenas del 5%. El 10% restante corresponde a infieles que actúan con reciprocidad, o retaliación.

Un aspecto llamativo de esta encuesta de Yanbal son las diferencias regionales. Hace medio siglo, cuando hizo su detenido trabajo sobre las estructuras familiares en distintas zonas del país, Virginia Gutiérrez llamó la atención sobre las peculiaridades de la Costa en materia de infidelidad. Tanto los hombres casados que “mantenían complementarias uniones de facto” como las mujeres “de algunos grupos de las clases bajas” se caracterizaban por la inestabilidad de sus arreglos de pareja. En los segmentos femeninos más desfavorecidos el desfile de compañeros era tal que “en el extremo máximo  la unión consensual toca lindes de comercio sexual”; en algunos hospitales públicos la antropóloga halló grupos de mujeres que “ignoraban quien era el padre de su hijo”.

Desde entonces, el liderazgo costeño se ha consolidado pero sólo en términos de una infidelidad predominantemente masculina. Actualmente Barranquilla se distingue además por un porcentaje mayor de mujeres fieles que Cali, Medellín o Bogotá.

Mi primera maestra en cuestiones de género nunca cesó de repetirme que la principal cruz de muchas colombianas era tener que aguantar un marido mujeriego que, encima, las celaba. Esa diferencia básica de derechos en la pareja era para ella la esencia del machismo en el país. “Lo demás son arandelas”, decía. Siguiendo esa intuición, construí un indicador de machismo por ciudades basado en el exceso de infidelidad masculina sobre la femenina y la compartida.


Con esta medida, el machismo en Barranquilla aparece superior al de Cali o Medellín y, sobre todo, al de Bogotá. La capital se encuentra a la vanguardia en la proporción de parejas para las que la infidelidad está dejando de ser un asunto exclusivamente varonil. Este indicador no sólo presenta los perfiles esperados –aumenta con la edad, disminuye con la educación y se consolida con el matrimonio y los hijos- sino que es consistente con la geografía del machismo que elaboré con las preguntas sobre actitudes hacia el trabajo femenino de la Encuesta Colombiana de Valores.

Una conjetura sobre la infidelidad y el machismo actuales en la Costa es que desde la publicación del trabajo de Virginia Gutiérrez los curas y luego los pastores recuperaron el descuido religioso en el que se encontraba la región desde la colonia y que, según ella, explicaba la baja formalización de las uniones. Parecería que la prédica se centró en las mujeres.