Por Alvaro Sierra
Se volvió a casar con un hombre que padecía problemas mentales y tuvo otro hijo que va a cumplir diez años y vive con su madrina, a la cual ella trata de pasarle por lo menos ochenta mil pesos por semana. Se separó. Por seis meses, en 1994, sin dejar el oficio, tascó el freno de la servidumbre doméstica. "Quería comprobar si la plata bien habida rendía como la que me ganaba", me dijo, pero lavar ropa y cortinas, asear una casa entera, hacer almuerzo y comida y aguantarse a los patrones y sus hijos por 6 mil pesos diarios, fueron suficiente argumento.
Como la sociología parece incapaz de encontrar explicación para que una niña casi bien, de colegios de monjas, familia armoniosa y librepensadora y tío antiguo representante a la Cámara, se haya vuelto prostituta, la responsabilidad de este tránsito de la decencia al oficio de mayor demanda en el mundo parece recaer en un interminable viaje en bus entre Cali y un pueblo del Magdalena al comienzo de los años 70. Su papá, de genio variable y educación impartida por un tío de sotana, era jefe de mecánicos de una empresa de renombre que lo enviaba en comisión por Colombia, y se había llevado a su mamá, caleña, lectora y anormalmente liberal para sus tiempos, a un parto inesperado en la Calle Larga de Cartagena, del cual resultó un par de sietemesinos, ella, y un hermanito que murió a las 32 horas. A los nueve meses, sana y regordeta, estaba en la ciudad de su papá, donde la bautizaron y estudió hasta los ocho años con monjas franciscanas.
Como la sociología parece incapaz de encontrar explicación para que una niña casi bien, de colegios de monjas, familia armoniosa y librepensadora y tío antiguo representante a la Cámara, se haya vuelto prostituta, la responsabilidad de este tránsito de la decencia al oficio de mayor demanda en el mundo parece recaer en un interminable viaje en bus entre Cali y un pueblo del Magdalena al comienzo de los años 70.
Su papá, de genio variable y educación impartida por un tío de sotana, era jefe de mecánicos de una empresa de renombre que lo enviaba en comisión por Colombia, y se había llevado a su mamá, caleña, lectora y anormalmente liberal para sus tiempos, a un parto inesperado en la Calle Larga de Cartagena, del cual resultó un par de sietemesinos, ella, y un hermanito que murió a las 32 horas. A los nueve meses, sana y regordeta, estaba en la ciudad de su papá, donde la bautizaron y estudió hasta los ocho años con monjas franciscanas.
Antes de cumplir los dieciseis, se graduó de bachillerato en Cali, en otro colegio de monjas, y terminó un curso de comercio por las tardes. Casi enseguida, entregó su virginidad a un señor de cincuenta y ocho, que a los cuatro años de casados resultó bígamo. Se separó de él con un hijo y el matrimonio en proceso de anulación, habiendo seguido, entre tanto, cursos de sicología y torno mecánico. Su ex-marido la visitaba y le pegaba de vez en cuando.
En bus al oficio.
"El once de enero de 1972" -ese día no se le olvida- sin cumplir veintiún años, decidió saltar del barco de esa separación tormentosa y arrancó para el pueblo del Magdalena donde una hermana trabajaba en la curia. El largo viaje en bus desde Cali no habría tenido nada especial. Pero en Medellín se subió Amparo.
Amparo era bonita, joven y puta curtida. Ambas fumaban, estaban solas y tuvieron casi veinticuatro horas para conversar. La charla debe haber sido tan fructífera, la predisposición o el espíritu de aventura de nuestra protagonista tan obvios que, cuando bajaron en su destino, la una hacia el burdel y la otra adonde su hermana, la decisión estaba tomada.
A su hermana la notificó que había decidido irse de puta y la hizo jurar silencio con su mamá, con quien había dejado en Cali a su hijo, y una hora después estaba sentada, con Amparo y una cerveza, ante Mercedes y Carmen, dueñas de un "caserón grande, con pista de baile, un patio con mesas y las piezas". Comida y dormida eran gratuitas. "Había que hacer consumir licor a los clientes y llevarlos al cuarto. Cobrábamos 3 mil por el rato y 500 por la pieza. Si se quedaban toda la noche eran 5 mil más mil de la pieza. Y si el hombre quería sacarlo a uno del negocio tenía que pagar 5 mil de multa".
"El primer día fue lo duro. Después no", se acuerda, 29 años después. Ni el alcalde ni el juez, que fueron los únicos esa noche, se acostaron con ella, que se les echó a llorar.
El segundo día se volvió, de verdad, lo que sería toda su vida. "Me hice al alcalde, al juez, dos médicos, un comerciante y dos cultivadores". Y se ganó una pequeña fortuna. Nunca hizo la cuenta de los hombres que tuvo en esos nueve meses en el pueblo ni en los treinta años siguientes. Amparo le enseñó a cuidarse y examinarlos. Y en unas semanas aprendió a lidiar hasta al más caprichoso o al más bebido.
Historia con anomalías.
Su mamá se enteró y cayó enferma. Tuvieron en Cali una larga y vana polémica. De vuelta, el pueblo la aburría y, para colmo, el hijo del registrador -éste último era su cliente- se enamoró de ella. Se fue a Sincelejo, y los siguientes dos años, desde Barranquilla hasta Manaure, hizo a la vez de Eréndira y su abuela, explotando su novedad por cada pueblo de la Costa.
En Sincelejo un cliente intentó hacerle "conejo"; en Riohacha conquistó un matón "que ponía la bolsa de coca, el whisky y el revólver en la mesa y ordenaba cerrar el negocio"; en Santa Marta la mafia quemó a su compañera Licinia. En Cartagena un travesti le enseñó en quince días a coscorrones, acompañándola con cada cliente, la ciencia antiga y meticulosa del cunnilingus. En Barranquilla, un usuario agradecido le organizó el contacto para irse a Los Arrecifes, un negocio de San Andrés.
Desde aquí, su historia incurre en anomalías que evaden el curso de degradación progresiva propio de la profesión elegida. Se casó, el año viejo de 1978, con un contador cartagenero que le puso como único reparo que nunca se amaneciera en el negocio y murió nueve años después en sus brazos, de una crisis cardíaca, dejándola con un apartamento y un local comercial que sirvieron al hijo que tenía en Cali para irse a estudiar medicina a Alemania cuando su mamá, casi simultáneamente, murió.
En once años en San Andrés hizo cuatro estadías en la "Zona" de Panamá, donde se hacía, compitiendo con otras tres mil mujeres, "entre 70 y 90 dólares diarios"; pasó un mes y medio en un hotel de mala muerte en Nueva York ayudando a pincharse a gringos malolientes e impotentes y otro tanto en Miami. "Sólo dejaba de trabajar para cuidar a mi marido cuando se ponía mal del corazón", me dijo, confesando que fue el único hombre que quiso en su vida.
Muerto éste, pasó cinco meses felices en Curacao, que es donde más le ha gustado ejercer, e hizo, en jornadas de 15 horas sin días libres, con qué comprar una casa en Cali donde se pasó a vivir su hermana. Una tarde de 1987 llegó con 720 dólares, un televisor que le regaló un gringo agradecido y la declaración de que se había ganado todo eso dándolo, que causaron un revuelo notable pero sin consecuencias legales entre la policía del aeropuerto de Bogotá. Se fue directo al centro y, aunque ha cambiado de residencias de medio pelo con los años, allí sigue, vieja, gorda y pobre, en un oficio que, a diferencia de otros tiempos, ahora le da escasamente para arrastrar la existencia.
Oficio sutil.
Se volvió a casar con un hombre que padecía problemas mentales y tuvo otro hijo que va a cumplir diez años y vive con su madrina, a la cual ella trata de pasarle por lo menos ochenta mil pesos por semana. Se separó. Por seis meses, en 1994, sin dejar el oficio, tascó el freno de la servidumbre doméstica. "Quería comprobar si la plata bien habida rendía como la que me ganaba", me dijo, pero lavar ropa y cortinas, asear una casa entera, hacer almuerzo y comida y aguantarse a los patrones y sus hijos por 6 mil pesos diarios, fueron suficiente argumento.
Ha trabajado en el Norte con travestis por 30 mil pesos la noche, en el 7 de Agosto, la calle 24 y la avenida 19 con Caracas, en Patio Bonito, Venecia y al frente de un matadero en la ruta a Bosa, y ahora se para todos los días sin falta, de siete a siete, en una calle truculenta del barrio San Bernardo, al lado del Cartucho, donde cobra 10 mil por el rato (puede rebajar hasta 6 mil) y paga 2 mil por la pieza. La pieza ha subido; el rato vale menos de lo que cobraba en sus primeras semanas hace 29 años.
Por sus brazos ha pasado una sociedad pacata y moralista que execra su oficio pero lo nutre de hombres temerosos de pedir a sus esposas cosas que con ella son un simple regateo. (Su tío representante a la Cámara le daba, soborno al silencio, 30 mil pesos cada vez que lo encontraba con su "amiguita" en una residencia de la calle 24).
A diario ve padres que traen hijos menores para iniciarlos, infantes travestis, viejos que buscan niñitas, madres que por 5 mil pesos dejan meter el dedo a sus chiquitas. A nada de eso le jala. "Entre nosotros hay un Cristo de por medio", le dijo a un cura que se lo pidió hace años en Valledupar.
Otra cara de la moneda en este país de machistas, los hombres son para ella mercancía a la que basta una mirada para conocerle el alma. La mayoría de sus clientes padece la soledad, las manías, la impotencia, la falta de dinero Hace con ellos de sicóloga, los oye, los consuela, los atiende. Tiene un soldadito que le pide casarse, un camionero que la frecuenta hace cinco años, un adicto que la contrata el día entero para que traiga bazuco del Cartucho, arme el porro y le dé de comer. Recibe regalos el día de la madre o el de amor y amistad.
Sus arrugas, su figura no son problema. "Uno es como un aliciente, un bálsamo; las jóvenes no". Su experiencia, su trato es lo que buscan los clientes. Cobra menos y hace más que las jóvenes. Eso sí, el negocio está malo. La policía poco molesta, pero entre cuatro y seis días del mes se pasan en blanco, y muchas jornadas son de dos o tres clientes, apenas para los 15 mil pesos de la pieza y la comida.
Nunca abandonó el oficio. "Por no sentir el rigor del patrón, que es una cosa muy horrible: usted se mata, hace su trabajo a conciencia y llega otro menos preparado y, sin siquiera leerlo, le dice: eso no me sirve". Está cansada y quiere retirarse. El hijo de Alemania debe venir este año y montarle un negocio. Entretanto, ejerce: "yo hago mi trabajo con responsabilidad, con cariño, brindando amor", fue lo último que me dijo. Aunque no hay datos precisos, y no todas exhiben tal dedicación, se calcula que en el centro de Bogotá hay entre 20 y 30 mil mujeres dedicadas a éste, el oficio más viejo y más duro del mundo.