Publicado en El Malpensante, Nº 146, Octubre
El debate sobre la prostitución está contaminado por dos tendencias. Por una parte, se supeditan la descripción y análisis a la posición política sobre lo que se debe hacer ante el comercio sexual. Por otro lado, se desprecia cualquier aporte al diagnóstico si quien lo hizo no comparte la visión normativa que se considera adecuada. Así, por ejemplo, la minuciosa y copiosa información sobre prostitutas que pudo recoger algún dedicado médico legista del siglo XIX, con miles de entrevistas durante varios años, se considera irrelevante, casi insultante, si ese higienista se mostraba más preocupado por la transmisión de las enfermedades venéreas que por la igualdad de géneros, o si proponía regular el oficio, o si cometió el desliz de hablar de vicios.
El debate sobre la prostitución está contaminado por dos tendencias. Por una parte, se supeditan la descripción y análisis a la posición política sobre lo que se debe hacer ante el comercio sexual. Por otro lado, se desprecia cualquier aporte al diagnóstico si quien lo hizo no comparte la visión normativa que se considera adecuada. Así, por ejemplo, la minuciosa y copiosa información sobre prostitutas que pudo recoger algún dedicado médico legista del siglo XIX, con miles de entrevistas durante varios años, se considera irrelevante, casi insultante, si ese higienista se mostraba más preocupado por la transmisión de las enfermedades venéreas que por la igualdad de géneros, o si proponía regular el oficio, o si cometió el desliz de hablar de vicios.
Hoy por hoy son pocas las
sociedades en las cuales vender servicios sexuales se considera una ofensa
criminal. Por el contrario, las prostitutas ya pasaron el umbral a la categoría
de víctimas, de los traficantes y, en general, de los hombres. El lenguaje utilizado
para describir la actividad se ha dramatizado o edulcorado al extremo. El término
mismo prostitución está
vetado. Los esfuerzos por tipificar delitos se han centrado en el entorno de
estas nuevas víctimas, aún el más cercano: en sus amantes, sus agentes e
intermediarios, sus amigas, sus familiares y sus clientes. Como ocurre con las
migraciones internacionales -otro ámbito de la legislación igualmente
irracional- buena parte de las supuestas organizaciones criminales son poco
criminales y mal organizadas, y están casi siempre conformadas por amigos o
familiares de las víctimas, por taxistas, conserjes de hotel, empleados
de aerolíneas o empresas de turismo, y algunos policías corruptos.
La tensión entre cómo son las cosas y cómo deberían
ser empieza con el lenguaje.
Puesto que la discrepancia de opiniones es tan marcada, domina el afán por
dejar clara la posición, de aceptación o rechazo, del comercio sexual en
detrimento de lo analítico, o lo descriptivo.
El ambiente que se impuso en el
debate sobre el comercio sexual está tan enrarecido que es indispensable
emprender un esfuerzo por recuperar el sentido y la precisión del lenguaje. Es útil
dedicar unas líneas a defender no sólo que se puede, sino que es conveniente
volver a utilizar sin ambages el término prostitución. No es fácil compartir la lógica
de quienes aceptan, sin reaccionar ni protestar en la plaza pública, que
se vendan millones de ejemplares de una novela en la cual un venerable premio
Nobel habla de putas -peor, de sus putas- y, simultáneamente, se
preocupan en sus escritos, dirigidos a unos cuantos lectores, que algunas
mujeres se puedan sentir estigmatizadas si se habla de prostitución.
Como bien lo señala una
periodista colombiana, mujer y conservadora, el término puta ya dejó de ser lo que era. “El título
de la última novela de Gabo sacó del clóset esa palabra impronunciable, que sólo
se oía entre hombres jugando póquer, pero que hoy está traducida a todos los
idiomas del mundo y se exhibe en las vitrinas de las librerías como si toda la
vida se hubiera utilizado en las veladas familiares alrededor de la mesa del
comedor” [1].
Si puta es
el vocablo que le llega ahora a millones de lectores, y sería inadecuado
sugerir que ha tenido siquiera una brizna de impacto sobre las condiciones del
comercio sexual en algún rincón del planeta, no es fácil digerir que se le
dediquen tantos argumentos a lo arriesgado que puede resultar, en un escrito
con limitada audiencia, el uso de un término escueto y preciso como prostitución y que, en aras de lo políticamente
correcto, se hagan complejas maromas verbales para, cual Fernanda del Carpio,
no llamar las cosas por su nombre.
No se puede desconocer que el término prostitución tiene connotaciones negativas. En una
de sus acepciones prostituir implica “deshonrar,
vender su empleo, autoridad, etc., abusando bajamente de ella por interés o por adulación” [2].
A pesar de este parentesco peyorativo, no existe, para referirse a la venta de
servicios sexuales, un vocablo más preciso, adecuado y de uso más aceptado,
tradicional y general que el de prostitución. El término prostitution es idéntico en inglés, francés, alemán,
holandés y sueco. Las variaciones en otros idiomas son mínimas. Prostituçao en portugués, prostituzione en italiano, prostituce en Checo y prostitualtak en Húngaro.
En español, varios de los posibles sinónimos del término prostituta presentan como limitación un innegable
sesgo de género. Excluyen la posibilidad de la venta de servicios sexuales por
parte de los hombres. Ni meretriz, ni hetera, ni hetaira tienen un equivalente
masculino. Ramera se define como “la mujer cuyo
oficio es la relación carnal con hombres” pero en masculino, ramero se refiere al halcón recién nacido que
“salta de rama en rama”. Otro sinónimo, más rebuscado, el de barragana tiene un sentido peculiar, de
concubina, que además es bien distinto del de barragán: esforzado, valiente, mozo
soltero, compañero. Una mujer pública tiene poco que ver con un hombre
público, al menos en público. Cortesana no sólo se refiere a un segmento, el más
privilegiado, de la prostitución sino que tiene un sentido distinto al de su
contraparte masculina. Puta, tiene más acepciones y se usa en
otros contextos como “calificación denigratoria ... me quedé en la puta calle”. Además, puto es sinónimo de necio, tonto o, confusión
más delicada, significa “hombre que tiene concúbito con persona de su sexo”.
Por el contrario, el término prostituto/prostituta es inequívoco y está
delimitado al comercio sexual, sin ambigüedad ni restricciones de género: “persona que mantiene relaciones sexuales a
cambio de dinero”.
Fuera del avance en el reconocimiento de que se trata de una
actividad que puede ser ejercida tanto por ellos como por ellas, esta definición
básica no ha cambiado mucho, ni se ha podido mejorar de manera perceptible en
los últimos dos milenios, desde que Ulpiano, el escritor romano, definió a la
prostituta como “la mujer que de manera abierta ofrece su cuerpo a un número de
hombres, de manera no siempre selectiva y por dinero” [3]. Una
acepción similar es, según Van de Pol (2004), la definición jurídica más
antigua, la del Código Justininiano del Bajo Imperio. Esta simple
característica, la homogeneidad y universalidad en los códigos, justificaría
por sí sola la ratificación del uso del término prostitución.
El término de trabajo sexual, bastante en boga, no es
el más idóneo por múltiples razones. En primer lugar, porque su origen es más
normativo que descriptivo y está vinculado a una de las partes envueltas en el
debate legislativo alrededor de la actividad. La expresión tomó fuerza a finales
de los años ochenta, entre feministas, círculos académicos y personas
vinculadas a la prostitución, a raíz de la publicación del libro Sex
Work, uno de cuyos
principales objetivos era crear un espacio “en dónde prostitución no se
entendiera automáticamente como una metáfora de la auto explotación” [4]. El
nuevo giro fue la respuesta al prejuicio de algunas feministas pero, en últimas,
acaba siendo tan arbitrario y parcial como el de víctima
de explotación sexual. Ambos términos describen un segmento del comercio
sexual y no pueden tomarse como representativos de su totalidad. La importancia
relativa de cada uno depende del contexto.
Un indicio revelador del carácter normativo del término trabajo
sexual, es que es ajeno a la literatura no comprometida con cambios
legislativos. Ni en las novelas, ni en las historias sobre la actividad es fácil
encontrarlo. En los escritos académicos, es más común en las publicaciones
institucionales que, por ejemplo, en las tesis universitarias [5].
Otra limitación del término trabajo sexual, es que la prostitución
no siempre puede considerarse un mero asunto laboral; en algunas ocasiones se
trata de un escenario para el intercambio de afecto, para la búsqueda de
pareja. La prostitución es tanto una institución económica como sexual. El trabajo no capta adecuadamente una dimensión
de la actividad más asociada con el sexo, con el placer, con la seducción y con
la promiscuidad, que con el cobro de un estipendio. “(A las cortesanas) habría
que definirlas, para dar una dimensión exacta de su actividad, no sólo como
trabajadoras del sexo, sino como animadoras del ocio” [6].
Aporta poco a la comprensión del fenómeno plantear que, por ejemplo, la
estudiante que cuelga un anuncio en un servidor de búsqueda de parejas, fijando
un estipendio, está trabajando.
Luego de varios años de entrevistas con prostitutas londinenses la
antropóloga Sophie Day sugiere que el uso del término trabajo por parte de ellas tiene poco que ver
con los salarios, el desempleo o las vicisitudes del mercado laboral. Se trata
más de un recurso para establecer las fronteras con su vida íntima y privada.
El término trabajo sexual tiene
más una connotación de sexo sin sentimientos involucrados. El trabajo se realiza en lugares públicos e
involucra ciertas partes, no todas, del cuerpo que también son públicas. A
diferencia del amigo, el novio o el suggar daddy (papito
dulce) los clientes sólo tienen un acceso limitado, al componente exterior
y visible del cuerpo. El interior, los órganos reproductivos, los tubos,
cierto sentido del placer, la intimidad y la posibilidad de reproducción se
disocian del trabajo. Estar trabajando o no se define por asuntos como dar o no
dar besos, mantener cierto tipo de relación sexual y no otro e incluso usar o
no un preservativo. En síntesis, trabajo sería el sexo con extraños. “El sexo
impersonal que implica una racionalidad laboral contrasta con la cercanía ideal
y el placer de las relaciones personales … El lenguaje del romance y destino
era importante para las trabajadoras sexuales y el sexo se veía con frecuencia
precisamente como algo no racional, ni explícitamente negociado. Las relaciones
sexuales simplemente ocurrían y se desarrollaban, gobernadas por una química,
en últimas insondable, de pasión y deseo” [7]. El
problema básico para adoptar esta sugestiva definición de trabajo
sexual es que las fronteras
entre el deber y el placer, entre el cliente, el cliente regular, el especial y
el suggar daddy pueden
ser porosas. Como señala una escort brasileña,
“Después de hacer muchos servicios con el mismo tipo, es muy frecuente que
surja una amistad. Actualmente, todos mis amigos han sido antes clientes … Es
divertido. Por supuesto, no te haces amiga la primera vez. Algunos consiguen
quedarse en el filo de la navaja: continúan siendo clientes, pero están muy
cerca de ser amigos, y pueden terminar siéndolo. Me gusta recibir
demostraciones de cariño” [8]
Aún en el ámbito laboral, el término trabajador tiene una connotación de empleado,
dependiente y asalariado. Este escenario no sólo riñe con la evidencia de un
segmento importante de la prostitución, en dónde abundan los cuenta
propia, sino con la mayor parte de las legislaciones contemporáneas, para
las que la prostitución es legal pero cualquier tipo de proxenetismo o de
empresa que la facilite está prescrita. Tampoco sería adecuado hablar de profesionales del sexo cuando muchas prostitutas son
tan sólo aficionadas y ocasionales.
Por otro lado, el término trabajo sexual amplía innecesariamente la gama de
actividades, a veces relacionadas pero distintas a la prostitución, y puede
generar confusión tanto conceptual como legal. Una actriz de cine porno, por
ejemplo, puede considerarse trabajadora sexual, o de la industria del sexo y, a
diferencia de una prostituta, ejercer su actividad legalmente en países, como
los Estados Unidos, en dónde la prostitución está prohibida.
Las propuestas de vocablos alternativos, rara vez sugestivos,
parecen menos preocupadas por refinar la descripción o profundizar el análisis
del fenómeno que por hacer explícita una toma de posición frente al mismo.
Sevilla (2003), por ejemplo, critica el término prostitución por no ser
suficientemente neutro ante las distintas manifestaciones de lo que él, de
manera tampoco neutra, define como “amores comerciales”. La propuesta de Trifiró
(2003) es también extraña, pues en lugar de utilizar el vocablo prostituta, “por
la aceptación negativa que ha tenido en el transcurso de la historia de cada país”,
opta por el de Mujeres que Ejercen la Prostitución (MEP). No es convincente tal
grado de sutileza, similar a proponer la denominación Hombre que Ejerce la
Delincuencia (HED) como algo menos peyorativo que delincuente.
Otra variante, la de mujer en situación de, o vinculada a la, prostitución [9] se ha propuesto al parecer para
reflejar que ha sido inducida por un tercero, contra su voluntad, o bien que se
encuentra envuelta en la actividad de manera transitoria. El término prostituta
la condenaría de manera permanente e irreversible. Bajo esa lógica, habría que
eliminar del lenguaje vocablos como estudiante, o los referentes a cualquier
cargo –como alcalde, congresista o presidente- que se ejerza por un período
limitado.
Por razones similares, y por la precariedad de la evidencia sobre
la universalidad del escenario, no parece idóneo adoptar al término de víctima
del tráfico, o de la trata, de personas, cuya utilización debe
limitarse a los períodos y lugares en donde está bien documentada la
generalización de ese tipo de comercio.
Si ya los
problemas que se enfrentan para legislar la prostitución son monumentales, no
es difícil imaginar el embrollo que surgiría si los códigos abandonaran el término
para adoptar el de trabajo sexual, o persona en situación de prostitución.
En esta dimensión de la terminología, a veces se supone implícitamente
que a las prostitutas se las discrimina o se las estigmatiza porque históricamente se
las ha denominado con ese término. De manera consecuente, se piensa que la
introducción de un nuevo vocablo, en un texto con mínima difusión, contribuirá
a una mejor aceptación social de la actividad, logrando contrarrestar el éxito
editorial de algunas novelas o películas con millonarios auditorios que hablan
de putas. El dilema entre corrección política y magnitud del auditorio
al cual se pretende llegar lo expresan vívidamente algunos escritos
comprometidos, pero de regular mérito académico, en los que a pesar de insistir
en el tema de la estigmatización del oficio, utilizan en el título, como
indudable recurso de mercadeo, el término de puta, más peyorativo que el de
prostituta [10].
Simultáneamente,
se ha renunciado a tratar de entender cuales han sido las razones por las que,
en primer lugar, se ha utilizado, en muchos lugares y épocas, un término
denigrante para calificar esta actividad. Por lo general, se considera
suficiente con descalificar el uso del término, y con atribuirlo de manera
simplista a una determinada estructura social –como el patriarcado, o al
capitalismo- en la que, en últimas, se concentra el grueso de la
explicación del fenómeno. Parecería, en últimas, que el vocablo utilizado, dramático
o edulcorado, para referirse a la prostitución es simplemente una seña del
compromiso político adquirido para promover su abolición o reglamentación.
El estigma de la prostitución, que existe, podría originarse en la
actividad en si misma, y no en la manera como se la denomina. A mediados de
2008, Kerry Harvey, una mujer de 23 años de Gloucestershire, Inglaterra, se
quejó ante los administradores de Facebook, y ante la policía, porque unos hackers se habían apropiado de su identidad,
alterando su perfil para hacerla parecer en la red como una prostituta. Kerry
consideró que habían arruinado su vida [11]. Sería
insólito sugerir que las cuitas de esta mujer por tan mala chanza hubieran más
llevaderas si en lugar de prostituta los hackers hubieran utilizado cualquiera de los
eufemismos de los trabajos sobre comercio sexual. Como también sería
ingenuo pretender que una mujer que le oculta a su familia, o a sus amistades,
o su novio, que ha vendido servicios sexuales estaría más dispuesta a compartir
los pormenores de su actividad denominándose, en lugar de prostituta,
trabajadora sexual, o MEP, “mujer que ejerce la prostitución”. Una prepago colombiana es explícita sobre estos
dos puntos. “Con todas las relaciones que he tenido trabajando aprendí que sólo
voy a ser respetada como mujer el día que deje la prostitución. Y también he
aprendido otra lección: cuando eso suceda y conozca al hombre de mi vida, con
el que voy a casarme y tener hijos, no le explicaré que he sido una profesional
del sexo” [12].
No sobra mencionar la larga lista de trabajos objetivos,
rigurosos, documentados y además escritos por mujeres, que adoptan el
tradicional vocablo de prostitución, y que incluso lo condimentan con el de puta. Harlots,
Whores & Hookers de
Hilary Evans es una corta pero completa historia de la prostitución en
occidente. Como también lo es Whores in History, escrito por Nickie
Roberts, una antigua prostituta. En La puta y el Ciudadano, Lotte Van de Pol
ofrece una minuciosa monografía sobre la prostitución en Ámsterdam entre los
ss. XVII y XVIII. Las Putas de España de Joaquina García es una amena
historia de la actividad en la península desde la Ilustración.
Entre varios
novelistas hombres, en algún momento de sus vidas asiduos clientes, el uso del
término prostituta, incluso el de puta, rara vez va acompañado de una connotación
negativa, peyorativa, o de desprecio. En algunos, por el contrario, se pueden
percibir dejos de simpatía, incluso de complicidad. Esta mirada novelesca del
oficio ha estado basada a veces en trabajo de campo minucioso, a pesar de su
informalidad.
Los relatos
literarios, más interesados en describir que en promover cambios legislativos,
nunca son tan burdos, categóricos y simplistas sino que, por el contrario, resaltan
los dilemas, las vicisitudes y los matices de la actividad. Además, autores
como Zola, Maupassant, o los Goncourt que, como reconoce el historiador de la
prostitución Alain Corbin, lograron alterar de manera favorable la percepción pública
del comercio sexual, no lo hicieron con base en giros políticamente correctos
sino con literatura de calidad, describiendo de manera minuciosa el entorno, el
carácter y la humanidad de los que participan en él.
Paradójicamente, la connotación negativa de algunos términos
parece afectar más a los observadores políticamente sensibles que a las
supuestas personas perjudicadas. Las asistentes al segundo congreso mundial de
prostitutas que tuvo lugar en Bruselas en 1986 “reclamaban, junto con modelos,
strip teaseras, masajistas y todas las que suministraban servicios sexuales, el
bello nombre de putas” [13]. Un
par de años antes, en las sesiones de trabajo del primer congreso, en Ámsterdam,
Margot, holandesa, se había presentado como “una buena puta”. En varias
autobiografías de prostitutas, el yo, o el confesiones,
se mezclan sin problemas con el degradante término [14]. Difícil
concebir un título más contundente que el “Orgullosas de ser putas” adoptado
por una prostituta francesa y su amigo travesti que, además, está dedicado a “nuestros
amantes, maridos e hijos” [15].
Esta desafortunada confusión
entre lo que es la prostitución, y
lo que, a juicio del analista, sería deseable que le ocurriera a las mujeres
que la ejercen, transparente en el lenguaje, está en el meollo de las dificultades
para entender el comercio sexual. Para avanzar en el diagnóstico, un paso
prudente consiste en recuperar el verdadero sentido y alcance del término prostitución,
más tradicional, universal y menos sujeto a confusiones legales.
[2] Todas las
definiciones de esta sección han sido tomadas del diccionario en línea de la
Real Academia Española, http://www.rae.es/rae.html. Los énfasis son propios.
[5] Es la
impresión que surge de DABS (2002) en dónde se revisa un larga lista de
trabajos realizados en Colombia a lo largo de los noventa.
[11] 'Facebook
ruined my life after web hijackers stole my ID and branded me as a prostitute'. Daily
Mail Reporter, Julio 3 2008