La frase del título la usaba mi papá en dos circunstancias. Cuando llegaba a algún lugar y se daba cuenta de que no era bien recibido o cuando, en la casa o con gente cercana, no se sentía correspondido.
El recuerdo más lejano con esa frase fue una ocasión en la que él, con sus tragos, se acercó a mi mamá para acariciarla y ella lo rechazó tajantemente. Yo debía tener unos once años y desde entonces percibí con claridad el dilema. Mi mamá estaba en todo su derecho de no aceptar los avances de un borrachín. Abrazo tembleque y tufo bastaban para indignarse. Pero mi papá, también debía sentirse muy mal, y es imposible negar la pertinencia de su queja.
Desde entonces aprendí que no siempre hombre, trago y mujer equivalen a él maltratándola a ella. Esa misma escena se repetiría varias veces al año por muchos años, y debió ser definitiva en mi aversión a las caricias con alcohol. Como a los catorce años, en la primera y única charla sobre asuntos de hombres que tuve con él, la principal recomendación que me dio fue la de no iniciarme en un burdel, como aún se usaba en la época, precisamente porque allí no encontraría ni amistad, ni cariño. Esa vez aproveché para preguntarle por qué sólo era afectuoso con mi mamá cuando tenía tragos –como en ese momento- si era obvio que ella lo rechazaría. “Es que no puedo de otra manera, sencillamente no me sale”, me aclaró con voz temblorosa. Esa para él imperiosa necesidad de tomarse unos tragos antes de acercarse a una mujer la sufría desde sus primeras fiestas bailables. Ante el salón con los bandos nítidamente separados, ellos a la entrada, ellas por allá en el fondo, como a un kilómetro y, en el medio, una fila de sillas con chaperones atentos a cualquier desliz, la opción era simple y dicótoma: tomarse cuatro o cinco tragos para afrontar la travesía e invitar una dama, o bien quedarse sin bailar e irse. Creo que esa charla contribuyó a mi impresión de que esas caricias de jincho hubieran podido, tal vez, manejarse de forma menos despectiva y más cariñosa.
Con el tiempo, el sentido de la frase paternal evolucionó y actualmente en mi casa su acepción más usual es como respuesta a un reclamo injustificado. Especialmente cuando el vainazo proviene de alguien de quien uno espera un trato afectuoso. La lectura de ciertos párrafos del último libro de Florence Thomas me suscitaron esa reacción. Caramba, pensé varias veces, aquí si se siente que “no hay amistad, no hay cariño”.
En unas vacaciones, Florence y su novio se amaron bajo el cielo de Castilla. Pero fueron imprudentes. “El amor lo ameritaba. El amor siempre lo amerita. Tomamos riesgos y creo recordar que éramos conscientes de eso”. Al volver a Paris y enterarse de su embarazo, su reacción, como ella la relata, merece citarse en extenso. “Con los hombres, no quería hablar. Su género me inspiraba rabia. ¿Con qué derecho los hombres nos sometían a esto? ¿Cómo podían seguir caminando tan tranquilamente mientras yo sentía un peso inusual en los senos y me la pasaba buscando los baños de los cafés para descubrir una vez más que no encontraba ninguna mancha roja en mi ropa interior? … Sí, me daba rabia todo lo que los hombres, los poetas y los grandes novelistas habian escrito sobre el amor, sobre el deseo, sobre el erotismo y los placeres de la carne. Y me preguntaba por qué ninguno de ellos nos había podido explicar cómo impedir a una pareja de enamorados sucumbir o rendirse ante la atracción. Rabia porque no tenían cuerpo de mujer, porque ninguno había sido capaz de imaginar lo que millones de mujeres vivían por hacerlos felices, por complacer sus deseos eróticos y por haber querido amar hasta las últimas consecuencias”.
Al leer esas declaraciones cargadas de odio jarocho la primera reacción fue pensar que se trató de una pataleta de niña consentida que, tras una embarrada, evade su responsabilidad para endosarla puerilmente en quien se le atraviese. El asunto pudo ser más simple. La misma Florence nos da pistas sobre lo que con una pizca de cinismo se podría denominar el impulso hormonal a la doctrina feminista en Colombia. “Ya eran casi tres semanas de retraso. Tenía que confirmar lo que ya sabía. Dolorcitos en los senos, inapetencia total y un mal genio que se manifestaba ante la menor provocación”.
La rabia de Florence no fue sólo contra esos hombres secular y universalmente culpables e insensibles. También era contra las mujeres que osaban permanecer embarazadas. Cuando llega al ginecólogo “varias mujeres estaban en la sala de espera … Algunas con un vientre prominente … quería insultarlas y preguntarles por qué tenían esa cara de mamá feliz cuando yo no quería ni siquiera pronunciar la palabra embarazo”. Al salir de la cita con el inquisidor del útero, “ya me quería ir. Ya quería volver a las calles de París donde me sentía más protegida que en ese consultorio que olía a futuras mamás felices”.
En los blogs sobre ayuda al embarazo se encuentran historias de furias similares a la descrita por Florence. De existir en aquella época, es probable que un inhibidor de la recaptación de serotonia, como el escitalopram, que se recomienda contra la ansiedad, la angustia y la fobia social, hubiera matizado el discurso contra el género masculino en el país. Un fármaco no cambia el mundo, pero tal vez habría contribuído a que se hiciera lo que se tenía que hacer dejando algo de amistad, algo de cariño.
En Colombia, Florence Thomas no es la única columnista cuyos escritos a veces destilan rabia gratuita contra los hombres. En su caso la situación era grave. En parte por las hormonas, su reacción es entendible. Hay ocasiones en las que la piedra femenina es aún más desconcertante como respuesta a la nimiedad de la ofensa masculina. Carolina Sanín, por ejemplo, en una columna en la que critica la forma como se celebró el día de la mujer, se va lanza en ristre contra unos taxistas que se atrevieron a echarle un piropo. Yo me atrevo a sugerir que ese desatino tiene un tufillo elitista. A veces se agradece tener reflejos masculinos. Son más democráticos. Tal vez por lo escasos, los “hola, papito” son apreciados, sin importar el estrato o el oficio de donde provengan. Nunca ofenden, así sea transparente que no hay caso. De todas maneras, es evidente que el pueblo en Colombia aún no ha aprendido a coquetear con los estratos altos. Esa podría ser, con el problema de la tierra, una causa del conflicto. Nada más fertil en resentimientos que los obstáculos para el flirteo inter estratos.
Es bien indignante ese machismo agazapado "en la interacción cotidiana entre desconocidos, en la calle, en el lenguaje". Pero no queda claro si la rabia es sólo contra los taxistas. Podría ser como la de Florence, que abarcaba a las embarazadas por no querer deshacerse de lo que, con mucha ira y poco tacto, ella denomina un tumor. Es probable que el enerve de Carolina también concierna a las mujeres aún receptivas a los piropos. Y a las que se emocionan con una rosa en el día de la mujer. Si es así, la mala noticia es que algunas sexólogas, con a, de países civilizados sugieren que, en pleno siglo XXI, tales vestigios patriarcales aún pueden ser bien recibidos, y servir de detonante del deseo femenino.
No se pueden abrigar esperanzas de que estas formadoras de opinión suministren una lista con las pocas conductas varoniles que no les molestan. Parecería que toca empezar a erradicarlas todas, pues son todas las que están impregnadas de machismo. El despiste sobre cómo se podría encausar positivamente esa ira, para dialogar, o para corregir alguna cosa concreta relevante es total. Confieso que aún no tengo una idea, ni siquiera remota, sobre las prioridades de la agenda de reformas contra el machismo y el patriarcado. Brotan escándalos por asuntos triviales y no se mencionan otros que uno sospecharía relevantes en la defensa de los derechos de las mujeres. Están por ejemplo los coqueteos cultos pero desequilibrados de los profesores con las alumnas en las universidades. Eso pasa mucho y se debate poco. Ni Carolina ni Florence, tan conocedoras de ese medio, nos cuentan tales historias. Imposible que no sepan de las facultades en las que tales flirteos se vienen perfeccionando desde hace años. Lo que empezó como un ingenuo ritual de cambio de pinta de las alumnas -sube la falda, baja el escote- para los exámenes orales ya parece que va en un sofisticado sistema de reclutamiento de acompañantes. ¿Por qué se considera eso menos indignante y machista que un piropo de taxistas o la caricia de un cantante vallenatero a un niño?
En ese valioso inventario de iniciativas concretas y factibles para combatir el machismo se pueden anticipar sorpresas. Un ejemplo es la propuesta de Carolina Sanín para celebrar el próximo día de la mujer, que haría sonrojar al más curtido camionero. “Una marcha en la que participen todas las bogotanas que estén menstruando ese día”. Aparece un rasgo recurrente de algunas propuestas feministas: acaban beneficiando es a los hombres. Con el desfile de la regla, quedará bien claro a quien no se le debe echar un piropo ese día.
Quien sin duda ha hecho avances en el complejísimo arte de lidiar mujeres highbrow es Héctor Abad. Tal vez más que Vladdo con Aleida. Lo demostró sobradamente en El elogio de la mujer brava. Algunas partes del escrito me parecieron arriesgadas y el título un verdadero papayazo. Pero lo guardé y lo releo con frecuencia. Para cualquier curioso del flirteo es una perla, la prosa del futuro. Nada que ver con lo romántico y empalagoso que puede producirle rabia intensa a una mujer contrariada. Yo creo que la lectura de Héctor elogiándolas puede servir en días críticos. Me atrevo a pensar que para Carolina –ojalá no se moleste- hubiese sido reconfortante ojearlo al volver de su insufrible jornada con los patanes capitalinos. Lo que intuyo es que el escrito sí cumplió el propósito básico que lo debió motivar: echarle un piropito camuflado a una mujer bien furiosa.
El Elogio me dejó insatisfecho por dos razones. La primera, estándar, es que no pasa el filtro de la igualdad de géneros. El día que a Héctor se le ocurra publicar eso cambiando ella por él, mujer por hombre, a por o, es seguro que, sólo con el título le caerán, además de las columnistas, la autoridad y varias ONGs por instigar a la violencia. Segundo, porque creo que ante las mujeres bravas, como ante los hombres matones, no se puede claudicar. Toca insistir en que por ahí no es la cosa. Así no se puede dialogar. Hay que decirlo, si es necesario toda la vida, como hizo mi papá con sus tragos, “no hay amistad, no hay cariño”.