martes, 19 de abril de 2011

Mafalda, Felipe y Susanita, mis hijos

Antes de nacer Mafalda, Majo y yo teníamos varios enigmas no bien resueltos. En particular, sobrestimábamos el poder de la educación y el ejemplo. Por esa razón, habíamos movido todas las fichas posibles para que cuando ella naciera no se encontrara con el esquema típico papá trabaja, mamá en casa. Habíamos decidido, y logrado parcialmente, adaptar el tipo de oficio y el horario laboral de cada uno para poder pasar ambos el máximo tiempo posible con ella. No despreciábamos del todo el poder de la genética. Tal vez buscando conjurar su impacto, habíamos hecho una chanza repartiendo entre los familiares, antes de que naciera, unas cucharitas de plata grabadas con el que, dijimos, sería su nombre: Concha Aglaia. Se trataba de un homenaje a las dos abuelas, mujeres duras y combativas, cada una con las herramientas más sofisticadas de su respectiva generación. Éramos conscientes de que Mafalda no llegaría a este mundo como una simple tábula rasa, como una masa de plastilina informe que deberíamos moldear desde cero. Con esa herencia por las dos líneas maternas, no era ingenuo pensar que traería bajo el brazo algunas armas básicas para la lucha contra el mundo y los hombres.

Sin preocuparme mucho por saber si se trataba de una Mafalda de nacimiento o el resultado de la ambientación más o menos equilibrada que logramos, yo no bajaba de las nubes con esa hija que jugaba con muñecas, pero para ser la profesora. Le encantaban sus libros, todas las canciones y hasta las revistas y periódicos que yo leía echado en el sofá. La primera frustración de su carrera como pedagoga la tuvo cuando se enteró que mis clases en la universidad no eran cantadas. El resultado era tan satisfactorio que nunca nos preocupamos por filtrar cosas triviales, como ponerle una tanga, hacerle colitas, darle otra muñeca. Tampoco le insistimos en que jugara con carritos, algo que no le gustaba. Nada que ver con las angustias de Stéphan, un amigo que sufría cada vez que su Susanita pedía de cumpleaños un colorete y él, para compensar, le regalaba un disco de Jacques Brel.



Para el segundo embarazo, y durante seis meses, un error de ecografía nos hizo pensar que se trataba de otra niña. Yo no lo podía creer. Estaba radiante, por fin libre de la hartera de educar un niño. Ya jamás tendría que volver a jugar futbol, ni aprender paint ball, ni endosarle vergonzosamente el hijo a mis cuñados, ellos sí amantes de la mecánica y los karts. Cuando, entrado el séptimo mes, nos anunciaron que lo que venía era un niño, duré deprimido una semana. Nada que hacer, ya no tendría una prole con sólo hijas, el sueño de cualquier papá tan Susanito como yo.

Al nacer Felipe -que es también un poco Manolito, no es prudente encasillarlo del todo como buenazo, tiene algo de negociante- el cuento ese tan machacado de que lo determinante es la educación y la cultura empezó a hacer agua en mi casa. En algunos detalles triviales, Felipe fue, desde sus orígenes, más Susanito que la misma Mafalda. El punto más obvio ha sido su preocupación por la apariencia personal. No soportaba, se ponía histérico, si el nudo de los zapatos no quedaba perfecto. Lo podía hacer repetir cinco o seis veces. A diferencia de Mafalda, a quien Majo todavía le debe recordar que ya se inventó el cepillo para el pelo, el ritual del peinado y arreglo post baño de Felipe era, y sigue siendo, tres veces más largo y minucioso que el de su hermana mayor. El mercado de cremas y lociones para él es similar al de Majo. Aunque también le divertían los libros, nunca se los devoró, ni a los pocos que lee les hace una ficha resumen como ha hecho Mafalda casi desde que aprendió a escribir.


Los supuestos rasgos masculinos y femeninos dizque impuestos por la cultura nunca nos sirvieron para entender por qué Felipe, desde el año y medio, se embriagaba con el olor de los azahares, se encariñaba con cualquier animal de la vereda y se sentía arrullado por el ruido de la quebrada en Machetá, en el Valle de Tenza, mientras su hermana mayor, que nunca soportó la naturaleza, gritaba histérica desde la casa, con el libro en la mano, “¿y es que hoy no viene nadie a almorzar? ¿por qué no nos devolvemos ya?”.

En materia de romances también han sido como el agua y el aceite.  Razón versus corazón, pero con el empaque al revés según los cánones culturales. A diferencia de Mafalda, que iba al jardin infantil a aprender el oficio de profesora, Felipe iba a jugar y conseguir novia. A los tres años, se enamoró de una preciosa Susanita con quien planeaban tener seis hijos. Por pura coincidencia, la hermana de esa Susanita, otra tenaz Mafalda, era compañera de curso de la nuestra. Alguna vez en un paseo, las maquiavélicas hermanas mayores decidieron acabar con esa cursilería de noviazgo. Le hicieron la encerrona a Susanita y le dijeron que si en verdad estaba enamorada de Felipe se debía casar ya, ese mismo día. Susanita no tuvo opción distinta que salir a decirle a su  novio que ya no lo quería. Él quedó destrozado. Fue la primera charla que tuvimos sobre las cuitas amorosas. Le pregunté que desde cuando estaba enamorado y me respondió con desespero, “¡toda la vida!”.  Fue imposible convencerlo de que, si su novia ya no lo quería, debería acortar el luto y salir de allí para buscar nuevos horizontes. No recuerdo sus palabras, pero el mensaje fue claro: esas cosas del corazón uno no las maneja.



Mafalda, por el contrario, en ese arenoso terreno ha sido más pragmática. Primero, no fue tan enamorada precoz como Felipe. A los ocho años se enfrentó al dilema de saber con quien le convenía más ennoviarse, si con Sergio o con Nacho. Un día que almorzábamos en un restaurante familiar, pidió lápiz y papel. Nos extrañó, pues ya no estaba en edad de pintar mientras servían. Al llegar las crayolas, lo que empezó fue una detallada indagatoria a todos sobre los argumentos a favor y en contra de cada uno de sus pretendientes. Así, su primera gran decisión amorosa la convirtió en un minucioso debate en la plenaria familiar.  Como quien dice, esta vaina es pensando y discutiendo, nada de carajaditas sobre lo que dice el corazón. 

La primera vez que me afané pensando que se nos había ido la mano en eso de educar una Mafalda, fue un sábado que la llevé a acompañarme a cuidar un examen en la universidad. Ella se sentía realizada en ese pequeño anfiteatro. Como a la hora y media, cuando ya varios estudiantes habían entregado su copia, se acercó furiosa y me dijo. “¿Y por qué pusiste ese examen tan difícil para las mujeres? ¡Ninguna ha entregado, todos los que han acabado son hombres!”. Formamos una feminista dura, le dije desconsolado a Majo al volver a la casa y contarle el incidente.

La doctrina de la importancia de la educación se vino al suelo, y de manera estrepitosa, con Susanita. Desde sus primeros y atragantados chupetazos a los senos, en la misma sala de partos, tuvo el reflejo de mmhh, mmhh saborearse todo lo que come. Cuando pudo, al runruneo le puso melodía. Todavía hoy se deleita tarareando con cada bocado cuando paladea lo que realmente le gusta. No exagero si anoto que come con sensualidad, verdaderamente se lo goza. Como Felipe, tiene un olfato y un paladar insuperables. A diferencia de Mafalda, que aún no distingue el orégano del tomillo, y a duras penas usa el micro ondas, le encanta cocinar. Lo hizo con sus juguetes y ahora en la cocina de verdad. Desde los cinco años, es la encargada de la decoración de la mesa y del aperitivo en los almuerzos familiares.

En el departamento del romance también fue precoz, incluso más que su hermano.  El primer incidente que recordamos fue su fingido desmayo un día que Felipe llegó con unos amigos. “Ay, Daaan!” alcanzó a mucitar dejándose caer para que el más churro de ellos, de pronto, se fijara en esa damisela agonizante y la ayudara a levantarse. No tenía dos años. A los cuatro, cuando el clima lo permitía, utilizaba un vestido bien caído de hombros. “Yo todavía no tengo senos, porque están dormidos” aclaraba cuando se se le caía el escote casi hasta la cintura. A diferencia de Mafalda, que para quitarle el chupo tuvimos que recurrir al cruel truco de irlo cortando unos 2mm cada noche, con Susanita el asunto fue expedito: lo cambió por un colorete. Al tener edad para participar en las discusiones sobre Susanitas y Mafaldas, la razón que dio para su decidida afiliación  al segundo grupo la dejó al descubierto. “¡Yo soy de esas por lo que siempre quiero ponerme una falda!”



En su visita a Disney, para molestarla, una tía le dijo que se arreglara bien pues, de golpe, aparecía un príncipe y se la llevaba para siempre. Susanita, de cuatro años, rápidamente se peinó, se revisó el vestido y pidió que le confirmaran si ya se veía bien. Majo le preguntó si sería capaz de irse dejando al resto de la familia. Ella puso cara de acontecimiento, miró hacia el horizonte y no dudó en responderle que sí. Si aparecía su príncipe, se iría con él. "Así es la vida, mamá" dijo para consolarla.

Con Mafalda nunca sentimos la necesidad de prevenirla sobre los peligros de enamorarse imprudentemente de algún hombre. A los 12 años, después de un piyama party nos contó que había logrado desbaratar la tomada de cerveza promovida por la anfitriona. Desde esa vez la sentí suficientemente madura como para irse a recorrer el mundo en auto stop con sus amigos. Con Susanita, desde los cinco años, sentimos la conveniencia de empezarla a convencer de que el día que apareciera un príncipe, mejor nos lo presentara para ayudarla a distinguirlo de un sapo disfrazado. Por varias semanas, estuvo preocupada por los tests que deberíamos hacer para evaluar al que llegara a buscarla. Propuso dos criterios claros para identificar un príncipe de verdad. Uno, que no trabajara. "Con un panadero no me voy". Dos, que no tuviera piojos. También por esa época, a nosotros, pobres plebeyos, nos recomendó comprar un taxi para cuando viviéramos sin ella. "Eso si, no puedes cobrar muy caro, porque te quedas sin pasajeros y no ganas plata". O sea, una reflexión de Manolita Senior, con conocimiento certero de la ley más importante de la economía. Complicado encasillar tal personaje en un mundo en blanco y negro. 

El arte de la seducción lo domina desde los dos años. A esa edad ya dosificaba magistralmente la coquetería y las demostraciones de afecto.  Y las alternaba con una calculada indiferencia, con comentarios como “hoy amanecí sin ganas de darte abrazos”. A diferencia del cuasi militar “¡Papá, mi beso!” de Mafalda cuando cerraba su libro y apagaba la luz, el de Susanita era un cálido y melodioso “¡Ya podrías venir a darme un besito, si quieres!”. Me encantaría decir que esas aptitudes se le enseñaron. De haber podido lograr eso adrede, ya tendríamos abierta una academia de seducción. En cualquier caso, le ha dado buenos frutos, incluso con un papá que se las da de experto en detectar esos trucos. 
- Te maneja con un dedo, eres su pelele, me dice con irritación Mafalda
- No te pongas brava, mejor aprende, le respondo con sorna

No quisiera dejar la impresión de que los rasgos innatos de mis hijos fueron inmodificables. Pudimos con algunos, pero tocó dedicarse de lleno. A Mafalda, por ejemplo, costó unos cuatro años hacer que tuviera algo de correa y sentido del humor. También es indispensable aclarar que el Susanitismo de la soñadora versus el Mafaldismo de la ejecutiva, no tienen nada que ver con diferencias apreciables en su capacidad intelectual. Sí es cierto que muestran inclinaciones diferentes, pero yo jamás me atrevería a decir que una es más inteligente o capaz que la otra. Mafalda es más encuadrada, estudiosa, competitiva, con obejtivos claros, consagrada a las tareas que le llegan. Desde pequeña, incluso durante las vacaciones, le gustaba hacer ejercicios de letras y números para preparar el curso siguiente. Susanita, con ese tipo de ejercicios, llega al tercero o cuarto, mostrando la capacidad de hacerlos, pero rápidamente los deja de lado. “Hoy no tengo ganas de eso, estoy ocupada pintando”. Antes de los seis años, ninguno de los dos mayores  hizo un recorrido tan minucioso y sistemático por el pasado familiar basado en preguntas, cotidianas y por capítulos, del tipo “cuéntame otra historia de tu vida”. Con Mafalda y  Felipe empecé a hablar del contenido de mi trabajo como a sus doce años. Y nunca llegaron a interesarse y a meterse en él como Susanita, quien a los cinco años, alcanzó a comentarle a algunos de mis amigos. “Ese último proyecto de mi papá con los chicos malos de Belice si fue muy duro, menos mal que yo le ayudé”.

La pretensión ilustrada de que no existe tal cosa como las predisposiciones de nacimiento, un dogma intelectual contemporáneo, es tan absurda que no aguanta ni siquiera una ronda informal de anécdotas de padres y madres sobre las diferencias innatas entre sus hijos.  Pero se impuso. A pesar de ser un discurso puramente académico, normativo, artificial, de torre de marfil, que sólo se sostiene en un salón de clase, pero que al salir al mundo real se desmorona. Encima, se trata de academia trasnochada. La que, sin optar por el creacionismo, sigue siendo alérgica a la selección natural y no ha mostrado el menor interés por la idea de selección sexual de las especies. El peso de la agenda de reformas en pro de la igualdad, social y por géneros, llevó a la adopción de un conocimiento castrado,  pasteurizado y plagado de prejuicios. Está basado en un discurso deductivo, con modelos ideales, sin que quienes lo adoptan se molesten por entender lo que verdaderamente ocurre a su alrededor, incluso cuando la realidad los atropella.

Quien venga a decir que mi hija menor es bien Susanita porque la educación y la cultura patriarcal moldearon sus sueños de príncipes, su gusto por la buena mesa y su arte de seducir, es porque sencillamente no la conoce. Quien quiera aplicar el mismo discurso a su hermana, para afirmar que es así porque reaccionó con brío a la desgracia de nacer en una sociedad todavía patriarcal, es porque tampoco tiene ni idea de quien es en realidad esa Mafalda, tan definida desde niña. Con genética similar y educación casi idéntica, Mafalda  y Susanita, mis hijas, comparten sus apellidos y muchos recuerdos, pero en esencia son dos personas tan distintas que jamás me atrevería a afiliarlas al mismo grupo cultural de las mujeres para analizar sus reacciones o predecir la manera como enfrentarán el mundo y, en particular, sus relaciones amorosas y sexuales. Y quien proponga que Felipe, simplemente porque nació varón en una sociedad machista, va a actuar de determinada manera frente a las mujeres y acabará por imponerles unos cánones culturales de dominación para que, por ejemplo, le cocinen o le laven sus calzoncillos, es porque no se ha tomado la molestia de hablar con él durante quince minutos.

Incluso la reacción de ellos tres ante cualquiera que quisiera encasillarlos de manera simplona sería distinta, y contraria al tonto cliché de que las mujeres, como Aleida, no tienen boca porque rara vez se atreven a hablar. Lo más probable es que sea Felipe quien se quede callado. Mafalda, desafiante, sacaría sus fichas resúmenes, sus recortes y sus libros subrayados para emprender un debate hasta ganarlo. Susanita, sonriente, diría algo como "yo pienso que estás echando un poquito de carreta, pero no es grave".

Hablando de las diferencias entre Felipe y sus hermanas, sí hay unas pocas de las que estoy, y seguiré estando, completamente seguro: él no quedará embarazado, no le ha venido ni le vendrá la regla, tendrá muchos más espermatozoides que sus hermanas óvulos, será igualmente fértil a lo largo del mes y, como no le llegará la menopausia, contará con un lapso más largo para tener hijos. No tendrá que aprender a tener orgasmos sino que, por el contrario, tal vez, tendrá que manejar la eyaculación precoz. Es poco probable que sufra de algo como frigidez o anorgasmia. Quienes insistan en que esas pequeñas diferencias no tendrán secuelas comportamentales, allá ellas.

Predecir las peculiaridades de cada uno para la vida de pareja es ya una labor arriesgada e ingrata. Serán una compleja mezcla de sus hormonas, de ser colombianos, de no haber sido bautizados, de la dedicación de Majo durante sus años cruciales, de haber vivido por fuera, de los entornos escolares y laborales que atraviesen, de las personas con quien tengan relaciones o noviazgos y un largo etcétera. Además, no me cabe la menor duda, de unos pocos rasgos básicos y bien definidos de carácter con los que nacieron. Los viejos lo sabían: genio y figura hasta la sepultura.

Ante tamaña incertidumbre, hemos sido cautos en el capítulo de las recomendaciones. Tal vez la única en la que les hemos insistido, a los tres, es la de nunca jugar en paralelo.  Con algo de evidencia temprana, yo me temo -en contra vía de los biólogos, de los datos colombianos y de lo que dizque recomiendan los patriarcas- que la que va a a tener más dificultades para seguir la consigna de la fidelidad es Susanita, no Felipe. A él incluso le podrá costar más trabajo que a sus hermanas hacernos caso en otro consejo menor, ser de luto corto con los amores que se van. Eso casi se podía prever desde sus tres años. Pero puedo equivocarme, las apuestas en este campo son más arduas que en la hípica o el fútbol.