En los más lejanos recuerdos que Isabel conserva de su mamá, por allá a los cinco años, aún lucía tan resplandeciente y atractiva como las profesoras solteras del Liceo. También alcanza a percibir una sonrisa sensual que por alguna razón relaciona con el dormitorio. Ciertas noches, la atractiva mujer aparece con un vestido de tul verde decorado con una flor, e Isabel casi siente su delicado perfume cuando la abraza para darle las buenas noches.
Mercedes, hija de un prestante contratista barranquillero, había conocido a Jorge, un cachaco decadente y vividor, en el Club Naval de Cartagena durante las fiestas del fin de año. El flechazo entre los dos fue contundente. Y eso a pesar de que Jorge, como lo describiría más tarde Isabel, sabía que no era nadie “en las filas de la alta sociedad a la cual pretendía entrar; el de del de Francisco mostraba simplemente que tenía que aferrarse a un apellido que nunca le abrió automáticamente las puertas de los mejores clubes”.
A pesar de no ser un verdadero caballero bogotano, Jorge había decidido vivir como tal. En la facultad de derecho, le dedicó menos tiempo a los libros de procesal que a las obras de teatro en las que hacía papeles secundarios para mantenerse al lado de las atractivas actrices de La Mama. La acertada mezcla de futuro abogado con algo de intelectual le permitió hacerse amigo de algunos delfines influyentes. Uno de estos fue quien lo invitó a Cartagena. Apenas supo que Mercedes podía ser la rica heredera que buscaba, Jorge no dudó en hacerle la corte.
Mercedes era atractiva y culta. Se le notaba una educación sin restricciones monetarias. Le habría gustado casarse con un primo lejano, también de la Arenosa, pero éste había huído despavorido apenas le llegaron los rumores de corrupción y quiebra en la empresa de su tío. Aunque esa noche Mercedes no había llegado al Club Naval con ningún plan de flirteo, se sintió sorprendente y agradablemente atraída por ese encantador abogado con un apellido tan sonoro que le ofrecía la posibilidad de escaparse de una vida poco excitante en provincia.
Los recién casados no acababan de regresar de su luna de miel cuando los rumores que ahuyentaron al primo cristalizaron y la empresa constructora fue intervenida. Al papá de Mercedes lo detuvieron. Al salir de prisión decidió instalarse en Bogotá en un barrio modesto. Sus antiguos amigos ya no lo saludaban. Mercedes se vio muy afectada. “Se sentía deshonrada, hasta el punto que cortó con todas sus relaciones anteriores” recordaría luego Isabel. Los planes de Jorge de hacer negocios con el suegro se vinieron al suelo. Aunque nunca se lo reprocharon abiertamente, Mercedes siempre se sintió responsable por la decadencia de la familia hasta bordear la pobreza.
Isabel todavía niega el impacto del escándalo y de las dificultades económicas sobre ella. “Fui muy feliz. Mi niñez nunca se vio afectada por ese drama”. Pero es evidente que sí tuvo consecuencias. Alcanzó a haber épocas en las que la comida se hizo escasa. Isabel no creció mucho. Tenía un genio pésimo. Alguna vez su mamá le dijo que no le compraba un helado en el parque y se echó al suelo haciendo una terrible pataleta. La rabietas infantiles alcanzaron a preocupar a su mamá. Mercedes nunca le pegó a Isabel, tal vez más por miedo que por principio. “Con sólo levantarle un dedo, Isabel se pone morada de la rabia. Es más terca que una mula”.
Nadie les dijo a Isabel y a su hermana menor que su mundo se desintegraba. Lo que ellas vieron fue que en la casa empezaron a agravarse y a hacerse más frecuentes las peleas. Es más que probable que las rabietas de Isabel fueran consecuencia directa del deterioro financiero y el conflicto entre sus papás. El ambiente estaba cargado de reproches mudos y marcado por la angustiante figura de la mamá sobre su cuaderno de cuentas mientras el marido salía a algún café para tratar de ganar a las cartas algo para los gastos básicos.
Mercedes nunca encajó en la capital. “Era provinciana, poco sofisticada. En ciertos círculos, la gente se burlaba de ella”, escribiría después Isabel en las memorias de su madre. El rechazo social pudo afectar la relación. Mercedes tuvo que empezar a soportar los rumores y burlas al tener que encontrarse con las amantes de su marido. Jorge empezó acostándose con las esposas de sus amigos. Una vez ella tuvo que quitar del escritorio, llorando, la foto de la última querida, que venía con frecuencia a la casa. “Me escondiste la foto”, le reprochaba Jorge. “No he tocado nada” le respondía Mercedes aún agachada sobre su costura.
Ya por esa época no quedaba nada de los viejos recuerdos que Isabel tenía de su mamá. Mercedes perdió su frescura y Jorge se volvió indiferente con ella. Así, desde los treinta y cinco años se vio obligada a dormir al lado de un hombre al que seguía queriendo pero que ya no la determinaba. Su personalidad y su genio cambiaron. Empezaron los gritos y las escenas, aún en público. “Otra vez el señor y la señora peleando” decía Otilia. “Mercedes tiene un genio de los demonios” le contaba Jorge a sus amigos. Se consolidó el rumor de que la esposa de Jorge era neurótica e histérica.
“Empecé a ahogarme en el caos que precedió a la creación”, escribiría más tarde Isabel. A pesar de todo, seguía queriendo con fervor romántico a ese papá encantador, y se puso de su lado en el conflicto. “No culpo a mi padre”, escribió, sacando de estas escenas de familia una conclusión categórica que la acompañaría para siempre. “En los hombres, el hábito mata el deseo”.
Para revivir su apetito sexual, Jorge empezó a ir a los burdeles. Así, desde sus quince años, no era raro que, antes de salir para el Liceo por la mañana, Isabel se encontrara a su papá, con tufo, volviendo a la casa después de pasar la noche en el más famoso burdel capitalino. Desde la cocina donde desayunaba le oía decir que había estado jugando bridge, y a Mercedes pretendiendo que le creía. El ejemplo de mis padres, escibiría luego Isabel, “fue suficiente para convencerme de que el matrimonio de clase media es algo que va contra la naturaleza”.
Isabel no se molestó en verificar si lo que ocurría en su casa pasaba en las de sus amigas. Su educación francesa le había transmitido escasa vocación por la observación, por lo empírico y más por la reflexión, por las disertaciones.
Qué irrelevante y tranquilizador para el mundo sería que Isabel de Francisco hubiese sido de veras una niña de clase media bogotana, matriculada en el Liceo Francés, y luego licenciada en letras de alguna universidad local y con algunas novelas publicadas en unos mil o dos mil ejemplares.
Pero no, lamentablemente no. Todo lo relatado sobre esa familia ocurre antes de 1923, Mercedes se llama Françoise, Jorge es Georges, la empresa barranquillera del suegro no es una constructora sino un banco, La Banque de la Meuse, Bogotá es Paris y Barranquilla es Verdún. Lo que persiste es el elegante de pero no en de Francisco sino en de Beauvoir. E Isabel es en realidad Simone, una de las pensadoras más influyentes sobre el tema del matrimonio en el siglo XX. Y todas las citas textuales fueron escritas por ella misma en distintas obras.
Es una lástima que Simone de Beauvoir se hubiera formado filosofando en la deductiva Francia y no discutiendo con un mínimo de evidencia en la pragmática Inglaterra. Allí seguro le hubieran sugerido entrevistar unos cuantos matrimonios en distintos barrios. También le habrían advertido que uno no postula leyes universales sobre la naturaleza humana a partir de su experiencia personal, y mucho menos cuando se está tan íntima y afectivamente involucrado. Algún flemático professor le hubiera señalado que para analizar sus dramas y recuerdos personales de infancia no era necesario ir tan lejos como suponer que a todas las mujeres, y en todas las épocas, les ocurre inevitablemente lo que le pasó a ella. Ni siquiera en el Instituto Católico de París, donde estudió matemáticas, parece haber tomado la brillante Simone un curso de estadística. De pronto, algún severo professeur le hubiera enseñado que no se hacen inferencias con base en una muestra de una, una sola, observación. Qué lástima.
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