Como antecedentes a la situación típica de prostitución de inmigrantes campesinas que se daría en las grandes urbes colombianas a mediados del siglo XX, vale la pena señalar un brote de prostitución, fundamentalmente extranjera, que se observa a principios del siglo en torno a los pozos petroleros de Barrancabermeja, y que encaja bien en el escenario de prostitución de frontera. “Cientos de mujeres vivían en Barrancabermeja vendiendo sus cuerpos a las hordas de hombres que, encantados por la fiebre del petróleo y los ferrocarriles, llegaba allí a trabajar … Esta legión de extranjeras (provenía) de Francia, Inglaterra, Alemania, Polonia, Rumania, Suiza, España, Brasil o Martinica …La abundancia de dinero, de población y de actividad económica en la zona petrolera era, sin duda, un imán para las mujeres europeas.” (Hoyos 2002 p. 167 y 175).
Muchas de esta mujeres tenían una gran movilidad geográfica, venían de otros países de América Latina –Cuba, México, Argentina o Venezuela- e iniciaban una “ruta itinerante de trabajo” al interior de Colombia. Un aspecto digno de mención es el de la avanzada edad de muchas de estas mujeres. Algunas francesas, por ejemplo, rondaban los cuarenta años.
Durante la primera mitad del siglo se dio en Bogotá un acelerado proceso de urbanización, que atrajo un buen número de inmigrantes campesinos, de las regiones aledañas, entre los cuales había un importante contingente de jóvenes solteras. El mercado laboral era bastante cerrado para las mujeres, cuyas posibilidades se centraban en el trabajo doméstico. Por otra parte, las altas tasas de hijos ilegítimos, así como las discriminaciones que, por ese mismo hecho, sufrían –imposibilidad del registro de nacimiento o falta de acceso a la educación pública- hacían aún más vulnerable la situación de estas mujeres. Un embarazo implicaba necesariamente quedar a merced de cualquier protector. El período de La Violencia política a mediados del siglo incrementó el flujo de mujeres que, desplazadas por la aguda situación en ciertas regiones, llegaban a la capital. En general, las prostitutas de ese período “eran mujeres solteras, con escasa educación o ningún grado de instrucción básica, que habían sido engañadas, seducidas y abandonadas por un hombre” (Urrego 2002 p. 203).
Medellín, un importante centro de desarrollo industrial, también atrajo un considerable flujo migratorio con excedente de mujeres jóvenes solteras. La lógica de la prostitución fue algo diferente: aunque las inmigrantes encontraban empleo en la manufactura, con frecuencia eran víctimas del acoso sexual por parte de sus empleadores y capataces. La primera huelga dirigida y protagonizada por mujeres, en los años veinte, “tenía como una de sus principales reivindicaciones poner fin a los irrespetos y abusos sexuales de los capataces”. (Reyes 2002 p. 223).
Eran comunes, a las salidas de las fábricas, las propuestas indecentes por parte de cachacos –señores de la élite- y estudiantes para que las obreras mejoraran sus ingresos. También se dio la situación de muchachas de servicio doméstico abusadas por sus patrones o los adolescentes de la casa acostumbrados “desde su más tierna infancia al rezago del delantal” (Reyes 2002 p. 226).
En cualquiera de estos casos, un embarazo constituía el empuje definitivo hacia la prostitución. En una sociedad machista y “tolerante con los pecados masculinos pero implacable con las debilidades femeninas … La condición de madre soltera era una situación inaceptable. Rechazadas por la familia, expulsadas del trabajo por los patrones, debían entregar a sus hijos a instituciones de caridad, y después de su caída el camino que les quedaba era coger la vida, es decir, dedicarse a la prostitución” (Ibid p. 227).
Para la misma época hay registros de prostitución infantil -niñas alquiladas por vecinas o sus propias madres- y, en el otro extremo, de venta de servicios sexuales de alto nivel. Actrices, cómicas y cantantes de compañías extranjeras hacían arreglos económicos para “verdaderas bacanales” en las casas de recreo de la élite. “Se dice que un grupo de zarzuela pasó 15 días de farra a expensas de un rico bohemio” (Ibid. p. 235).
Estaba, por último, el hecho que Medellín constituía una etapa más en la ruta de curtidas meretrices. A toda esta gama de fuentes de prostitución, que le dieron a Medellín, a finales de los años treinta, la fama de principal centro de prostitución del país. De acuerdo con Reyes, se alcanzaron a hacer estimativos de una prostituta por cada cuarenta hombres. A este considerable número vinieron a sumarse en los años siguientes las huérfanas y viudas de La Violencia.
El auge que, por esa misma época, tuvo en Medellín el bajo mundo sentaría las bases de las que años más tarde surgirían los más notorios mafiosos colombianos. “Una escuela importante para los pioneros del narcotráfico fue la delincuencia urbana. En restrospectiva, las proporciones del mundo de los proxenetas, atracadores, jaladores de carros eran más bien modestas. Con todo, la criminalidad de aquel entonces tampoco fue completamente inofensiva: hacia finales de los años sesenta se produjo en Medellín una serie de secuestros, y a comienzos de los setenta estalló un sangriento conflicto en torno al contrabando de cigarrillos Marlboro” (Krauthausen 1997) pp. 146 y 147).
El fenómeno del narcotráfico en Colombia, con los súbitos y colosales aumentos de riqueza concentrados en unos pocos individuos y en sus guerreros privados tuvo un considerable impacto sobre la prostitución, con lo que se podría denominar un efecto precio, suficiente para inducir a su alrededor una pujante industria de servicios sexuales. Se puede sospechar que los grandes capos, con el pago de sumas asombrosas para satisfacer sus caprichos sexuales, lograron trastocar por completo los mercados locales de parejas, deformaron el retorno esperado de la educación, así como las expectativas laborales y de enriquecimiento de los jóvenes e incluso impulsaron el funcionamiento de varias actividades –como el modelaje o los reinados de belleza- para integrarlas con el comercio sexual. Los casos más emblemáticos de este escenario en Colombia son probablemente el de Carlos Lehder –que lograba reclutar jóvenes acomodadas de su nativa ciudad de Armenia como sirvientas y acompañantes- y el de Pablo Escobar, verdadero mecenas de la prostitución de alto nivel en Medellín.
Una variante, más modesta, del escenario de prostitución alrededor de los grandes capos, que se mezcla con la situación típica de colonización de frontera, se observa en las regiones cocaleras a donde fluyen mujeres de distintas regiones del país para ofrecer servicios sexuales a patrones y raspachines –los que raspan la coca- que en ocasiones se pagan en especie. Un trueque común, que se conoce como el polvo por polvo, es “cuando los clientes le pagan sus servicios de alcoba con una manotada de cocaína pura” (Bustos 1999 p. 143). En el capítulo “Universitarias al servicio de la mafia” este autor describe el activo comercio sexual que se ha establecido con algunas estudiantes de las universidades de Bogotá. “Por allá los chamberos (nuevos narcos) son los amos y señores del mundo, les gusta que los vean acompañados de jóvenes bellas y estudiadas, y que las prostitutas iletradas se las dejan a los raspachines (Ibid p 147).
El auge que, por esa misma época, tuvo en Medellín el bajo mundo sentaría las bases de las que años más tarde surgirían los más notorios mafiosos colombianos. “Una escuela importante para los pioneros del narcotráfico fue la delincuencia urbana. En restrospectiva, las proporciones del mundo de los proxenetas, atracadores, jaladores de carros eran más bien modestas. Con todo, la criminalidad de aquel entonces tampoco fue completamente inofensiva: hacia finales de los años sesenta se produjo en Medellín una serie de secuestros, y a comienzos de los setenta estalló un sangriento conflicto en torno al contrabando de cigarrillos Marlboro” (Krauthausen 1997) pp. 146 y 147).
El fenómeno del narcotráfico en Colombia, con los súbitos y colosales aumentos de riqueza concentrados en unos pocos individuos y en sus guerreros privados tuvo un considerable impacto sobre la prostitución, con lo que se podría denominar un efecto precio, suficiente para inducir a su alrededor una pujante industria de servicios sexuales. Se puede sospechar que los grandes capos, con el pago de sumas asombrosas para satisfacer sus caprichos sexuales, lograron trastocar por completo los mercados locales de parejas, deformaron el retorno esperado de la educación, así como las expectativas laborales y de enriquecimiento de los jóvenes e incluso impulsaron el funcionamiento de varias actividades –como el modelaje o los reinados de belleza- para integrarlas con el comercio sexual. Los casos más emblemáticos de este escenario en Colombia son probablemente el de Carlos Lehder –que lograba reclutar jóvenes acomodadas de su nativa ciudad de Armenia como sirvientas y acompañantes- y el de Pablo Escobar, verdadero mecenas de la prostitución de alto nivel en Medellín.
Una variante, más modesta, del escenario de prostitución alrededor de los grandes capos, que se mezcla con la situación típica de colonización de frontera, se observa en las regiones cocaleras a donde fluyen mujeres de distintas regiones del país para ofrecer servicios sexuales a patrones y raspachines –los que raspan la coca- que en ocasiones se pagan en especie. Un trueque común, que se conoce como el polvo por polvo, es “cuando los clientes le pagan sus servicios de alcoba con una manotada de cocaína pura” (Bustos 1999 p. 143). En el capítulo “Universitarias al servicio de la mafia” este autor describe el activo comercio sexual que se ha establecido con algunas estudiantes de las universidades de Bogotá. “Por allá los chamberos (nuevos narcos) son los amos y señores del mundo, les gusta que los vean acompañados de jóvenes bellas y estudiadas, y que las prostitutas iletradas se las dejan a los raspachines (Ibid p 147).
La llegada de prostitutas colombianas a España, y en concreto a Andalucía, antecedió en cerca de dos décadas el reciente boom migratorio desde Colombia. En Solana (2003) se reporta el testimonio de un empresario de servicios de alterne sitúa a finales de los años setenta la llegada de prostitutas colombianas a Córdoba. Por la misma época llegó la primera generación de mujeres colombianas a Holanda, que, ya en el oficio, venían de Panamá o las Antillas Holandesas. Muchas de ellas, tanto en España como en Holanda, se casaron con clientes y algunas con sus patrones o rufianes sentando la base para reclutar las nuevas generaciones de colombianas en el oficio (Zaitch 2003 p. 208).