miércoles, 27 de abril de 2011

Susanitas y Mafaldas colombianas

Hace muchos años, en Colombia hubo debate público entre las Mafaldas y las Susanitas. En 1982, por ejemplo, a raíz de la celebración del Día de la Mujer, salió un artículo Feministas vs. amas de casa, en el cual una Susanita defendía su posición: "el hogar debe ser el objetivo vital, sacar los hijos adelante y darles bases sólidas para que, en un mañana, sean profesionales honestos". La Mafalda, a su vez, criticaba al feminismo colombiano por haberse centrado en la liberación sexual. Luego, el debate se convirtió en monólogo y ahora va en regaño. Y, salvo en las revistas para mujeres o con mujeres desnudas, de sexo se dejó de hablar para centrarse en los golpes, las violaciones y el tráfico de seres humanos.

Con la Encuesta Colombiana de Valores (ECV) es factible construir un indicador para identificar a las Susanitas y las Mafaldas en el país. También se le puede sacar provecho a la pregunta de esa encuesta sobre qué tan felices se sienten las personas, para así tener una idea sobre la satisfacción global con sus vidas de unas y otras, y contrastar el mito según el cual sólo las Mafaldas se pueden sentir realizadas.

Es una lástima que esta encuesta no tenga mucha información sobre los asuntos de pareja. Solo dos preguntas tienen algo que ver con esos menesteres. La variable clave para la construcción del índice fue el acuerdo/desacuerdo con la idea de que ser ama de casa es tan satisfactorio como tener un empleo pagado. Con base en esta y otras cuatro variables de la ECV -con la metodología que se puede ver aquí- se construyó un índice que agrupa a las compatriotas en tres categorías: las Mafaldas, las ni S ni M y las Susanitas. El tamaño de la muestra utilizada es de 582 mujeres.

Conviene hacer explícito que el indicador construido no tiene nada que ver con que la mujer tenga un empleo o no. No es algo tan burdo como Mafalda trabaja, Susanita es ama de casa. Se trata de lo que piensan y opinan las mujeres, de sus valores. Esta versión de la ECV no da información sobre situación laboral, pero lo más seguro es que allí aparezcan Susanitas que trabajan y, también, Mafaldas que no lo hacen.

El ejercicio de comparar este índice con otras variables disponibles en la ECV arroja resultados interesantes. En términos generales estos datos sugieren que las feministas, y en general los intelectuales, le deberían empezar a poner más atención a todas las colombianas, y no sólo a las que piensan de determinada manera. En estado puro o mezcladas, las Susanitas -que valoran el hogar, quisieran muchos hijos y no les interesa la política- no sólo son mayoría en el país sino que, sorpresa, se sienten más satisfechas con sus vidas que las Mafaldas. El trillado cuento de que una mujer con valores tradicionales es siempre una víctima toca revaluarlo. O, tal vez, agregarle la nota alarmante de que el machismo ya desarrolló sofisticados mecanismos de lavado cerebral para las mujeres sometidas.

Un resultado nítido es que ser, o mejor estar, Susanita es una característica femenina que se intensifica con la edad. Entre las jóvenes, las Susanitas no llegan a una de cada cinco mujeres. Entre las cincuentonas ya casi son mayoría. La atracción que ejerce el hogar es continua y sin cambios bruscos: recluta más o menos 1% de las mujeres por cada año que cumplen. Las Mafaldas, por el contrario, van desertando desde que dejan de estudiar. A los 30 ya empiezan a ser menos que las Susanitas y al borde de la tercera edad son casi la tercera parte de sus rivales.

A pesar de que la afiliación a su equipo aumenta, la satisfacción de las Susanitas con sus vidas se va deteriorando levemente con el paso de los años. La realidad parece ser más dura que los sueños juveniles. De todas maneras, y salvo al final de sus vidas, entre las Susanitas es siempre mayor el porcentaje de quienes manifiestan sentirse muy felices con sus vidas. El bienestar de las Mafaldas, por el contrario, parece consolidarse con el tiempo, pero en dos tramos muy definidos, pues sufre un rudo golpe cuando cumplen treinta años. Les toma dos décadas recuperarse, y sólo para la época de los balances vitales se retorna a la euforia juvenil. Es también hacia el otoño que, por primera vez, las Mafaldas manifiestan sentirse más satisfechas que las Susanitas. Eso de hacerse mujer y gozárselo toma su tiempo.


La maternidad tiene un gran poder catalizador sobre la afiliación a las dos grandes ligas. Es factor determinante del reclutamiento de Susanitas, y de deserción de las Mafaldas. Entre las últimas, el primero, el segundo y el tercer hijo reducen en cerca de 10 puntos cada uno su participación en el total de mujeres. El cuarto vástago ya no las asusta.

El primer hijo tiene un efecto distinto dependiendo de si le llega a una Mafalda o a una Susanita. Entre las primeras, produce un claro impacto de desafiliación: 12% se salen del club. Entre las Susanitas, contrario a lo que cabía esperar, el primer hijo también implica deserción, aunque más leve. A partir del segundo, más hijos sí implican más Susanitas reclutadas y a un saludable ritmo.


En términos del bienestar que traen los hijos bajo el brazo, la diferencia entre unas y otras es marcada. Mientras que para las Susanitas la realidad de los pañales parece ser más dura que jugar a ser mamá, entre las Mafaldas ocurre lo contrario. El primer hijo las pone más contentas que sus coequiperas que no lo tienen. El encanto del primogénito, sin embargo, es transitorio. Con el segundo, el tercero y aún los siguientes, las Mafaldas vuelven al mismo nivel de satisfacción de cuando no eran madres. Un 40% de mujeres muy felices parece ser el punto de equilibrio de las Mafaldas. En las Susanitas, por el contrario, cada hijo adicional va haciendo que la vida parezca más dura. No es fácil explicar satisfactoriamente estos resultados, sobre todo el del choque único y pasajero de la primera maternidad de las Mafaldas. Maitena es la única que ofrece algo que pueda ayudar a entender lo que ocurre.

La geografía de las Susanitas en Colombia está bien definida. Se concentran y casi quintuplican a las Mafaldas en la Costa Norte. En los Santanderes, y en menor medida en Medellín y la zona cafetera, las Mafaldas superan numéricamente a sus rivales. A pesar de contar con más adhesión en los departamentos costeños, es allá también donde las Susanitas se sienten menos felices. Mi mamá diría que es porque al casarse se dan cuenta de que el príncipe era más rumbero y mujeriego de lo que pensaban, o que el beso no hizo efecto sobre el sapo. Donde mejor se sienten las Susanitas es en los climas fríos y templados, lejos del trópico y sus bochornos. Las Mafaldas santandereanas son las únicas que, juepuerca, son más, y se sienten más felices, que sus rivales regionales.


En cuanto al número de afiliadas, el mafaldismo recibe su primer golpe con el emparejamiento formal. El choque del matrimonio es duro: abandonan las filas una de cada dos, que rápido se inscriben en el club rival. Aunque de manera leve, es más fácil reclutar Mafaldas entre las separadas o las que viven en unión libre. El otro resultado llamativo es que el mafaldismo como manera de ver la vida prácticamente muere con el esposo. Entre las viudas, tan sólo un 5% son Mafaldas, menos de la décima parte de las Susanitas que, en ese estado, llegan al 58%.


El estado civil con menor proporción de mujeres muy felices es la unión libre. Sorprende que para las Mafaldas, que uno sospecharía más liberadas, la incertidumbre del concubinato sea aún más dura que para las Susanitas. Como mejor se sienten las Mafaldas es separadas. Ese estado civil es aún más plácido que la soltería. Para ellas, casarse no afecta su bienestar. Para las Susanitas, por el contrario, el matrimonio las baja un poco de la nube. Un indicio serio de que a las Mafaldas no les gusta convivir con un hombre es que, en ese equipo, incluso las viudas se sienten mejor que las casadas.


El perfil por estratos es algo extraño. Para las Susanitas, el ascenso social implica una leve deserción. Pero las que se quedan en esas filas, a mayor estrato se sienten más satisfechas. En las Mafaldas, por el contrario, la mejor posición social conlleva mayor número de adeptas. Es probable que esto tenga que ver con el nivel educativo. En el estrato alto, sin embargo, las Mafaldas no se sienten muy cómodas. Tal vez les molesta sentirse egoístas, o neoliberales, o arribistas. Sea lo que sea, no disfrutan la buena posición social.


Como es usual en Colombia, la faceta política trae cosas obvias pero también sorpresas. Lo que se podía sospechar es que a la derecha hay muchas más Susanitas que Mafaldas. Una primera sorpresa es que el número de Mafaldas entre las derechistas -una de cada cinco- no es tan despreciable. Aún más inesperado es el resultado que a la izquierda del espectro político la proporción de Susanitas es idéntica a la de Mafaldas. Parece una herejía: sí existen Susanitas que manifiestan estar de acuerdo con las ideas progresistas. El tope del asombro, sin embargo, es que ser de izquierda y, simultáneamente, soñar con una vida hogareña y muchos hijos, es la cresta de la ola, casi la total (81%) felicidad. Es algo como quedarse con el pan y con el queso: desde la casa soñar con un mundo mejor.


Las sorpresas políticas no terminan allí, lo básico de izquierda o derecha es apenas el abrebocas. El verdadero bombazo es que la proporción de feministas es mayor entre las Susanitas puras (13%) y las no bien definidas (14%) que entre las mismísimas Mafaldas, que no pasan de un magro 8%. Eso en cuanto la faceta digamos ideológica, definida aquí como quienes manifestaron en la ECV tenerle mucha confianza a los movimientos feministas. Con el activismo pragmático, el de quienes participan activamente en grupos de mujeres, los resultados son similares: hay una mayor proprorción de feministas entre las Susanitas que entre las Mafaldas.


Definitivamente las Susanitas colombianas son nobles. Con todo el palo que les dan las intelectuales y el desprecio que les tienen las columnistas, que sólo hablan de ellas cuando las pueden utilizar como víctimas, que las tildan de egoístas, insensibles, cortas de espíritu, soñadoras, que les auguran una vida sentimental de fracasos, con todo esa discriminación, ahí siguen al pie del cañón. No sólo apoyan más el movimiento feminista que las ignora y margina sino que le meten más el hombro a los grupos de mujeres que esas quejetas, sensibles, altruistas, instruidas y socialmente conscientes Mafaldas. Siempre es que ayuda eso de ser madre y saber disfrutarlo.

Caricaturas tomadas de
Marc Dubuisson y Pauline Perrolet (2011). Le sexe fort fait de la résistance. Hachette Livre

lunes, 25 de abril de 2011

Mi papá llegaba del burdel


En los más lejanos recuerdos que Isabel conserva de su mamá, por allá a los cinco años, aún lucía tan resplandeciente y atractiva como las profesoras solteras del Liceo. También alcanza a percibir una sonrisa sensual que por alguna razón relaciona con el dormitorio. Ciertas noches, la atractiva mujer aparece con un vestido de tul verde decorado con una flor, e Isabel casi siente su delicado perfume cuando la abraza para darle las buenas noches.

Mercedes, hija de un prestante contratista barranquillero, había conocido a Jorge, un cachaco decadente y vividor, en el Club Naval de Cartagena durante las fiestas del fin de año. El flechazo entre los dos fue contundente. Y eso a pesar de que Jorge, como lo describiría más tarde Isabel, sabía que no era nadie “en las filas de la alta sociedad a la cual pretendía entrar; el de del de Francisco mostraba simplemente que tenía que aferrarse a un apellido que nunca le abrió automáticamente las puertas de los mejores clubes”.

A pesar de no ser un verdadero caballero bogotano, Jorge había decidido vivir como tal. En la facultad de derecho, le dedicó menos tiempo a los libros de procesal que a las obras de teatro en las que hacía papeles secundarios para mantenerse al lado de las atractivas actrices de La Mama. La acertada mezcla de futuro abogado con algo de intelectual le permitió hacerse amigo de algunos delfines influyentes. Uno de estos fue quien lo invitó a Cartagena. Apenas supo que Mercedes podía ser la rica heredera que buscaba, Jorge no dudó en hacerle la corte.



Mercedes era atractiva y culta. Se le notaba una educación sin restricciones monetarias. Le habría gustado casarse con un primo lejano, también de la Arenosa, pero éste había huído despavorido apenas le llegaron los rumores de corrupción y quiebra en la empresa de su tío. Aunque esa noche Mercedes no había llegado al Club Naval con ningún plan de flirteo, se sintió sorprendente y agradablemente atraída por ese encantador abogado con un apellido tan sonoro que le ofrecía la posibilidad de escaparse de una vida poco excitante en provincia.

Los recién casados no acababan de regresar de su luna de miel cuando los rumores que ahuyentaron al primo cristalizaron y la empresa constructora fue intervenida. Al papá de Mercedes lo detuvieron. Al salir de prisión decidió instalarse en Bogotá en un barrio modesto. Sus antiguos amigos ya no lo saludaban. Mercedes se vio muy afectada. “Se sentía deshonrada, hasta el punto que cortó con todas sus relaciones anteriores” recordaría luego Isabel. Los planes de Jorge de hacer negocios con el suegro se vinieron al suelo. Aunque nunca se lo reprocharon abiertamente, Mercedes siempre se sintió responsable por la decadencia de la familia hasta bordear la pobreza.

Isabel todavía niega el impacto del escándalo y de las dificultades económicas sobre ella. “Fui muy feliz. Mi niñez nunca se vio afectada por ese drama”. Pero es evidente que sí tuvo consecuencias. Alcanzó a haber épocas en las que la comida se hizo escasa. Isabel no creció mucho. Tenía un genio pésimo. Alguna vez su mamá le dijo que no le compraba un helado en el parque y se echó al suelo haciendo una terrible pataleta. La rabietas infantiles alcanzaron a preocupar a su mamá. Mercedes nunca le pegó a Isabel, tal vez más por miedo que por principio. “Con sólo levantarle un dedo, Isabel se pone morada de la rabia. Es más terca que una mula”.

Nadie les dijo a Isabel y a su hermana menor que su mundo se desintegraba. Lo que ellas vieron fue que en la casa empezaron a agravarse y a hacerse más frecuentes las peleas. Es más que probable que las rabietas de Isabel fueran consecuencia directa del deterioro financiero y el conflicto entre sus papás. El ambiente estaba cargado de reproches mudos y marcado por la angustiante figura de la mamá sobre su cuaderno de cuentas mientras el marido salía a algún café para tratar de ganar a las cartas algo para los gastos básicos.

Mercedes nunca encajó en la capital. “Era provinciana, poco sofisticada. En ciertos círculos, la gente se burlaba de ella”, escribiría después Isabel en las memorias de su madre. El rechazo social pudo afectar la relación. Mercedes tuvo que empezar a soportar los rumores y burlas al tener que encontrarse con las amantes de su marido. Jorge empezó acostándose con las esposas de sus amigos. Una vez ella tuvo que quitar del escritorio, llorando, la foto de la última querida, que venía con frecuencia a la casa. “Me escondiste la foto”, le reprochaba Jorge. “No he tocado nada” le respondía Mercedes aún agachada sobre su costura.



Ya por esa época no quedaba nada de los viejos recuerdos que Isabel tenía de su mamá. Mercedes perdió su frescura y Jorge se volvió indiferente con ella. Así, desde los treinta y cinco años se vio obligada a dormir al lado de un hombre al que seguía queriendo pero que ya no la determinaba. Su personalidad y su genio cambiaron. Empezaron los gritos y las escenas, aún en público. “Otra vez el señor y la señora peleando” decía Otilia. “Mercedes tiene un genio de los demonios” le contaba Jorge a sus amigos. Se consolidó el rumor de que la esposa de Jorge era neurótica e histérica.

“Empecé a ahogarme en el caos que precedió a la creación”, escribiría más tarde Isabel. A pesar de todo, seguía queriendo con fervor romántico a ese papá encantador, y se puso de su lado en el conflicto. “No culpo a mi padre”, escribió, sacando de estas escenas de familia una conclusión categórica que la acompañaría para siempre. “En los hombres, el hábito mata el deseo”.

Para revivir su apetito sexual, Jorge empezó a ir a los burdeles. Así, desde sus quince años, no era raro que, antes de salir para el Liceo por la mañana, Isabel se encontrara a su papá, con tufo, volviendo a la casa después de pasar la noche en el más famoso burdel capitalino. Desde la cocina donde desayunaba le oía decir que había estado jugando bridge, y a Mercedes pretendiendo que le creía. El ejemplo de mis padres, escibiría luego Isabel, “fue suficiente para convencerme de que el matrimonio de clase media es algo que va contra la naturaleza”.

Isabel no se molestó en verificar si lo que ocurría en su casa pasaba en las de sus amigas. Su educación francesa le había transmitido escasa vocación por la observación, por lo empírico y más por la reflexión, por las disertaciones.

Qué irrelevante y tranquilizador para el mundo sería que Isabel de Francisco hubiese sido de veras una niña de clase media bogotana, matriculada en el Liceo Francés, y luego licenciada en letras de alguna universidad local y con algunas novelas publicadas en unos mil o dos mil ejemplares.

Pero no, lamentablemente no. Todo lo relatado sobre esa familia ocurre antes de 1923, Mercedes se llama Françoise, Jorge es Georges, la empresa barranquillera del suegro no es una constructora sino un banco, La Banque de la Meuse, Bogotá es Paris y Barranquilla es Verdún. Lo que persiste es el elegante de pero no en de Francisco sino en de Beauvoir. E Isabel es en realidad Simone, una de las pensadoras más influyentes sobre el tema del matrimonio en el siglo XX. Y todas las citas textuales fueron escritas por ella misma en distintas obras.





Es una lástima que Simone de Beauvoir se hubiera formado filosofando en la deductiva Francia y no discutiendo con un mínimo de evidencia en la pragmática Inglaterra. Allí seguro le hubieran sugerido entrevistar unos cuantos matrimonios en distintos barrios. También le habrían advertido que uno no postula leyes universales sobre la naturaleza humana a partir de su experiencia personal, y mucho menos cuando se está tan íntima y afectivamente involucrado. Algún flemático professor le hubiera señalado que para analizar sus dramas y recuerdos personales de infancia no era necesario ir tan lejos como suponer que a todas las mujeres, y en todas las épocas, les ocurre inevitablemente lo que le pasó a ella. Ni siquiera en el Instituto Católico de París, donde estudió matemáticas, parece haber tomado la brillante Simone un curso de estadística. De pronto, algún severo professeur le hubiera enseñado que no se hacen inferencias con base en una muestra de una, una sola, observación. Qué lástima.

Referencias

sábado, 23 de abril de 2011

Oda a la infidelidad: reacciones francesas

Claudia, una de las amigas a quien le hice la encuesta sobre la Oda a la Infidelidad de Florence Thomas, está radicada en Francia, en una ciudad pequeña. Allí dicta clases de español a un grupo de retirados. Le pareció interesante organizar una discusión en su clase, provocándola con el mismo texto que había recibido. Puesto que allá a la líder del feminismo nacional no la conocen, Claudia tuvo la brillante idea de hacerles otro ejercicio, que consistió en darles la frase sin decirles quien era su autor, y pedirles que trataran de imaginar al personaje que la había escrito.

El perfil que Claudia me hizo de sus  alumnos es interesante. Son más mujeres que hombres, 18 contra 5. Tanto ellas como ellos trabajaron toda su vida y una alta proporción fueron educadores. El magisterio francés no alcanza a ser tan combativo como los cheminots (ferrocarrileros) pero está lejos de ser un segmento retrógrado. Por el contrario, protestan y hacen huelga con frecuencia. Entre los alumnos, laicos y rabiosamente republicanos, predominan los socialistas sobre los sarkozystas. A los más izquierdosos Claudia ha tenido que convencerlos de que no metan en el mismo saco a García Lorca, al Che Guevara y a las FARC. Saben más de Ingrid que de la Colombie. De todas maneras, su nivel cultural es alto. Claudia anota que en la universidad no aprendió tanto de literatura y poesía como en cuatro años con esos alumnos. Algunos son viajados y, a pesar de Obama, siguen siendo anti gringos.  Con la excepción de una lesbiana canosa, todos tienen hijos y ya son abuelos. Varias de las mujeres son Susanitas tardías, consintiendo y disfrutando a sus nietos. Pero no dejaron de ser Mafaldas, y a la Academia en donde toman las clases de español, asisten varias veces a la semana. Van a otros cursos, de pintura, cerámica, música, vitrales o crítica literaria. Varios se reúnen semanalmente para un Café de Philosophie, con la profesora de uno de los liceos. En sus hogares persiste una leve especialización entre el bricolage de ellos  y el ménage de ellas pero no es un tema que se debata con frecuencia ni genere recelos. Después de la descripción de Claudia, no me pareció arriesgado pensar que, sin ser escandinavos, se trata de un grupo de personas en el que se lograron suavizar los efectos más noscivos del machismo.

Antes de abrir el debate sobre la infidelidad Claudia les dio una hoja con la frase, en la que les hacía unas preguntas cerradas acerca del autor que imaginaban, y les pedía al final que escribieran unos rasgos básicos de esa persona. Aquí sobran los comentarios. El ejercicio que hemos hecho con Claudia es de simple transcripción. El perfil "promedio" del ensayista que surgió de la encuesta y del debate posterior es, más o menos, el de un hombre del sur de Europa o América Latina, contemporáneo (o del siglo XVIII), de 45 años, casado y sin prole, o sólo con hijos hombres.

Como posibles autores concretos, sobre todo de la primera parte del texto –acerca de lo aventurero y gitano que es el amor- se mencionaron en la discusión a Giacomo Casanova, al Docteur House y a Silvio Berlusconi. La mayor parte del debate posterior a la mini encuesta, se centró en la observación de que la infidelidad y la exhuberancia en las relaciones de pareja eran una prerrogativa de la aristocracia del ancient régime, tanto de los poderosos y las madames, como por la persistencia del droit de cuissage (derecho de pernada). Pero que, precisamente, el esfuerzo democratizador de la revolución –el cuento ese de l’égalité- le había puesto coto a esos privilegios.

viernes, 22 de abril de 2011

Amigas y jóvenes ante la infidelidad

La mezcla de sorpresa mía y enerve de mi esposa ante la  Carta a Robinson de Florence Thomas me puso a pensar si esas reacciones eran simplemente el resultado de haber sido criados, ambos, por mujeres combativas, feministas a su manera y para su época, que jamás dejaron de tomar en serio el peligro de los cuernos para la salud de la pareja y para quienes, nunca, el relato de esos incidentes en los matrimonios de sus entornos se tomó a la ligera.

Por esa razón, y puesto que mantengo una valiosa lista de correos de compañeras de colegio en sus cincuentas se me ocurrió indagar cual sería la reacción de ese segmento femenino ante la Oda de Florence. Le sumé otras amigas y familiares, y realicé una pequeña encuesta. Respondieron 39 de ellas. La gran mayoría trabaja y casi todas son profesionales, con edades entre 37 y 65 años, con un promedio de 49. En el correo que  les envié, les hablaba de un escrito de Florence Thomas, y les pedía dos cosas. Por un lado anotar si esa frase favorecía o perjudicaba sus intereses como mujeres y, por otro, el primer adjetivo que se les ocurriera después de leerla. El texto, extraído libremente de la Carta a Robinson era:

"La infidelidad es un asunto banal y privado. No es el fin del mundo. El amor es nómada, el amor es precario, es frágil, y el deseo es caprichoso, vagabundo y aventurero. Lo que me gusta de la infidelidad es que se reparte equitativamente entre hombres y mujeres. Ambos tenemos la deliciosa posibilidad de soñar y no existe manera de controlar o de frenar del todo el deseo".

Los resultados fueron los siguientes. Barren, más de la mitad, las que opinan que lo que diga Florence sobre la infidelidad ni les va ni les viene. Les siguen, una de cuatro, quienes piensan que las perjudica. Tan sólo el 16% de este grupo de mujeres considera que la ¿romántica? Florence defiende sus intereses. 


Clasifiqué los breves calificativos a la frase según la opinión de estas personas sobre cómo afectaba sus intereses. Un comentario pertinente es que el "ni fu ni fa" no es equivalente a neutralidad ante la frase. El otro es que la reacción más demoledora, viene de alguien que se negó a responder la pregunta. Pero no por falta de interés. Al contrario, fue una de las pocas que salió a buscar en google la famosa carta, y la leyó. Si Florence supiera la calidad de las mujeres a las que enervan sus escritos, probablemente empezaría a ponerles unos filtros más rigurosos. 


Yo confieso que con esta nueva iteración alrededor de la frase, seguí  sorprendido. Esperaba –en el doble sentido de predecía y me hubiera gustado- una menor indiferencia a lo que, en mi casa y sobre todo por mi mamá, percibí siempre como un asunto serio, sobre el cual no caben medias tintas. Me dio curiosidad por saber que pensarían de esa misma frase las generaciones más jóvenes. Para eso, acudí a mis alumnos en el Externado. Con estos estudiantes hicimos una encuesta similar, entre ellos y sus amistades, agregándole un par de preguntas y, lo más importante, extendiéndola a los hombres. Las preguntas que se agregaron eran sobre el acuerdo/desacuerdo con la frase y si en la pareja de la persona encuestada había ocurrido algún incidente de infidelidad. Puesto que no era una encuesta anónima, no se especificaba si se había sido persona activa o pasiva de los cuernos.

La encuesta la respondieron 25 mujeres y 18 hombres con una edad promedio, en ambos casos, de 24 años. A continuación se resumen los resultados. Aunque los datos cantan bastante bien sólos, les caben unos breves comentarios. Puede tratarse de una simple coincidencia -por el pequeño tamaño de las muestras y el rudimentario procedimiento para escogerlas- pero sorprende bastante que las mujeres jóvenes hayan reaccionado ante la frase de manera muy similar a sus congéneres de la generación anterior. Grosso modo, estas encuestadas podrían ser las hijas de las mujeres de la lista de correos inicial. Al bulto de las jóvenes, casi dos de tres, les rueda la frase. Les siguen un 24% que consideran que las perjudica, y sólo el 12% del grupo de universitarias sienten que la frase defiende sus intereses. En el grupo masculino, como cualquiera con un mínimo de olfato podía preverlo, la defensa de la infidelidad es mejor bienvenida que entre sus compañeras. La mitad de ellos considera que sus intereses están adecuadamente defendidos por el flominismo.


A la hora de preguntar no por las eventuales consecuencias de la frase sino por el acuerdo con su contenido, las posiciones se definen mejor, y baja sensiblemente la proporción de neutrales. Ellas se reparten más o menos equitativamente entre quienes están de acuerdo o en desacuerdo. Una cuarta parte sigue sin conmoverse por el asunto. Entre los futuros patriarcas, por el contrario, la hinchada con las disquisiciones de Florence es casi total. Con esos enemigos que blanquean los cargos de conciencia para los cuernos, para qué amigos. 

Un resultado interesante es que la opinión ante la trivialización, o justificación, de la infidelidad que hace Florence depende mucho de haber experimentado -activa o pasivamente- un incidente de infidelidad. Dos comentarios surgen de inmediato. El primero es que los cuernos parecen definir a los neutrales. Nadie que haya vivido de cerca un engaño de pareja manifiesta que eso le rueda. El segundo es que, paradójicamente, la infidelidad real  incrementa el acuerdo con Florence. Como diría el poeta, "las palabras entonces no sirven, son palabras". En otros términos, la carreta, la cháchara sobre la infidelidad no basta para el reclutamiento de adeptos, se requiere que previamente hayan pasado a la acción. Que hayan puesto o sufrido unos cuernos.  Inquieta un poco que para implantar esa estrategia tipo hágale primero, piense después, se acuda al ejemplo de una líder intelectual del feminismo mundial que en sus ratos libres ejercía como alcahueta. La duda que surge es si el convencimiento ex-post de la infidelidad como algo chévere es una justificación, a la moderna, o si se trata de un consuelo, a la antigua.  Queda pendiente la tarea de aclarar eso. 


martes, 19 de abril de 2011

Mafalda, Felipe y Susanita, mis hijos

Antes de nacer Mafalda, Majo y yo teníamos varios enigmas no bien resueltos. En particular, sobrestimábamos el poder de la educación y el ejemplo. Por esa razón, habíamos movido todas las fichas posibles para que cuando ella naciera no se encontrara con el esquema típico papá trabaja, mamá en casa. Habíamos decidido, y logrado parcialmente, adaptar el tipo de oficio y el horario laboral de cada uno para poder pasar ambos el máximo tiempo posible con ella. No despreciábamos del todo el poder de la genética. Tal vez buscando conjurar su impacto, habíamos hecho una chanza repartiendo entre los familiares, antes de que naciera, unas cucharitas de plata grabadas con el que, dijimos, sería su nombre: Concha Aglaia. Se trataba de un homenaje a las dos abuelas, mujeres duras y combativas, cada una con las herramientas más sofisticadas de su respectiva generación. Éramos conscientes de que Mafalda no llegaría a este mundo como una simple tábula rasa, como una masa de plastilina informe que deberíamos moldear desde cero. Con esa herencia por las dos líneas maternas, no era ingenuo pensar que traería bajo el brazo algunas armas básicas para la lucha contra el mundo y los hombres.

Sin preocuparme mucho por saber si se trataba de una Mafalda de nacimiento o el resultado de la ambientación más o menos equilibrada que logramos, yo no bajaba de las nubes con esa hija que jugaba con muñecas, pero para ser la profesora. Le encantaban sus libros, todas las canciones y hasta las revistas y periódicos que yo leía echado en el sofá. La primera frustración de su carrera como pedagoga la tuvo cuando se enteró que mis clases en la universidad no eran cantadas. El resultado era tan satisfactorio que nunca nos preocupamos por filtrar cosas triviales, como ponerle una tanga, hacerle colitas, darle otra muñeca. Tampoco le insistimos en que jugara con carritos, algo que no le gustaba. Nada que ver con las angustias de Stéphan, un amigo que sufría cada vez que su Susanita pedía de cumpleaños un colorete y él, para compensar, le regalaba un disco de Jacques Brel.



Para el segundo embarazo, y durante seis meses, un error de ecografía nos hizo pensar que se trataba de otra niña. Yo no lo podía creer. Estaba radiante, por fin libre de la hartera de educar un niño. Ya jamás tendría que volver a jugar futbol, ni aprender paint ball, ni endosarle vergonzosamente el hijo a mis cuñados, ellos sí amantes de la mecánica y los karts. Cuando, entrado el séptimo mes, nos anunciaron que lo que venía era un niño, duré deprimido una semana. Nada que hacer, ya no tendría una prole con sólo hijas, el sueño de cualquier papá tan Susanito como yo.

Al nacer Felipe -que es también un poco Manolito, no es prudente encasillarlo del todo como buenazo, tiene algo de negociante- el cuento ese tan machacado de que lo determinante es la educación y la cultura empezó a hacer agua en mi casa. En algunos detalles triviales, Felipe fue, desde sus orígenes, más Susanito que la misma Mafalda. El punto más obvio ha sido su preocupación por la apariencia personal. No soportaba, se ponía histérico, si el nudo de los zapatos no quedaba perfecto. Lo podía hacer repetir cinco o seis veces. A diferencia de Mafalda, a quien Majo todavía le debe recordar que ya se inventó el cepillo para el pelo, el ritual del peinado y arreglo post baño de Felipe era, y sigue siendo, tres veces más largo y minucioso que el de su hermana mayor. El mercado de cremas y lociones para él es similar al de Majo. Aunque también le divertían los libros, nunca se los devoró, ni a los pocos que lee les hace una ficha resumen como ha hecho Mafalda casi desde que aprendió a escribir.


Los supuestos rasgos masculinos y femeninos dizque impuestos por la cultura nunca nos sirvieron para entender por qué Felipe, desde el año y medio, se embriagaba con el olor de los azahares, se encariñaba con cualquier animal de la vereda y se sentía arrullado por el ruido de la quebrada en Machetá, en el Valle de Tenza, mientras su hermana mayor, que nunca soportó la naturaleza, gritaba histérica desde la casa, con el libro en la mano, “¿y es que hoy no viene nadie a almorzar? ¿por qué no nos devolvemos ya?”.

En materia de romances también han sido como el agua y el aceite.  Razón versus corazón, pero con el empaque al revés según los cánones culturales. A diferencia de Mafalda, que iba al jardin infantil a aprender el oficio de profesora, Felipe iba a jugar y conseguir novia. A los tres años, se enamoró de una preciosa Susanita con quien planeaban tener seis hijos. Por pura coincidencia, la hermana de esa Susanita, otra tenaz Mafalda, era compañera de curso de la nuestra. Alguna vez en un paseo, las maquiavélicas hermanas mayores decidieron acabar con esa cursilería de noviazgo. Le hicieron la encerrona a Susanita y le dijeron que si en verdad estaba enamorada de Felipe se debía casar ya, ese mismo día. Susanita no tuvo opción distinta que salir a decirle a su  novio que ya no lo quería. Él quedó destrozado. Fue la primera charla que tuvimos sobre las cuitas amorosas. Le pregunté que desde cuando estaba enamorado y me respondió con desespero, “¡toda la vida!”.  Fue imposible convencerlo de que, si su novia ya no lo quería, debería acortar el luto y salir de allí para buscar nuevos horizontes. No recuerdo sus palabras, pero el mensaje fue claro: esas cosas del corazón uno no las maneja.



Mafalda, por el contrario, en ese arenoso terreno ha sido más pragmática. Primero, no fue tan enamorada precoz como Felipe. A los ocho años se enfrentó al dilema de saber con quien le convenía más ennoviarse, si con Sergio o con Nacho. Un día que almorzábamos en un restaurante familiar, pidió lápiz y papel. Nos extrañó, pues ya no estaba en edad de pintar mientras servían. Al llegar las crayolas, lo que empezó fue una detallada indagatoria a todos sobre los argumentos a favor y en contra de cada uno de sus pretendientes. Así, su primera gran decisión amorosa la convirtió en un minucioso debate en la plenaria familiar.  Como quien dice, esta vaina es pensando y discutiendo, nada de carajaditas sobre lo que dice el corazón. 

La primera vez que me afané pensando que se nos había ido la mano en eso de educar una Mafalda, fue un sábado que la llevé a acompañarme a cuidar un examen en la universidad. Ella se sentía realizada en ese pequeño anfiteatro. Como a la hora y media, cuando ya varios estudiantes habían entregado su copia, se acercó furiosa y me dijo. “¿Y por qué pusiste ese examen tan difícil para las mujeres? ¡Ninguna ha entregado, todos los que han acabado son hombres!”. Formamos una feminista dura, le dije desconsolado a Majo al volver a la casa y contarle el incidente.

La doctrina de la importancia de la educación se vino al suelo, y de manera estrepitosa, con Susanita. Desde sus primeros y atragantados chupetazos a los senos, en la misma sala de partos, tuvo el reflejo de mmhh, mmhh saborearse todo lo que come. Cuando pudo, al runruneo le puso melodía. Todavía hoy se deleita tarareando con cada bocado cuando paladea lo que realmente le gusta. No exagero si anoto que come con sensualidad, verdaderamente se lo goza. Como Felipe, tiene un olfato y un paladar insuperables. A diferencia de Mafalda, que aún no distingue el orégano del tomillo, y a duras penas usa el micro ondas, le encanta cocinar. Lo hizo con sus juguetes y ahora en la cocina de verdad. Desde los cinco años, es la encargada de la decoración de la mesa y del aperitivo en los almuerzos familiares.

En el departamento del romance también fue precoz, incluso más que su hermano.  El primer incidente que recordamos fue su fingido desmayo un día que Felipe llegó con unos amigos. “Ay, Daaan!” alcanzó a mucitar dejándose caer para que el más churro de ellos, de pronto, se fijara en esa damisela agonizante y la ayudara a levantarse. No tenía dos años. A los cuatro, cuando el clima lo permitía, utilizaba un vestido bien caído de hombros. “Yo todavía no tengo senos, porque están dormidos” aclaraba cuando se se le caía el escote casi hasta la cintura. A diferencia de Mafalda, que para quitarle el chupo tuvimos que recurrir al cruel truco de irlo cortando unos 2mm cada noche, con Susanita el asunto fue expedito: lo cambió por un colorete. Al tener edad para participar en las discusiones sobre Susanitas y Mafaldas, la razón que dio para su decidida afiliación  al segundo grupo la dejó al descubierto. “¡Yo soy de esas por lo que siempre quiero ponerme una falda!”



En su visita a Disney, para molestarla, una tía le dijo que se arreglara bien pues, de golpe, aparecía un príncipe y se la llevaba para siempre. Susanita, de cuatro años, rápidamente se peinó, se revisó el vestido y pidió que le confirmaran si ya se veía bien. Majo le preguntó si sería capaz de irse dejando al resto de la familia. Ella puso cara de acontecimiento, miró hacia el horizonte y no dudó en responderle que sí. Si aparecía su príncipe, se iría con él. "Así es la vida, mamá" dijo para consolarla.

Con Mafalda nunca sentimos la necesidad de prevenirla sobre los peligros de enamorarse imprudentemente de algún hombre. A los 12 años, después de un piyama party nos contó que había logrado desbaratar la tomada de cerveza promovida por la anfitriona. Desde esa vez la sentí suficientemente madura como para irse a recorrer el mundo en auto stop con sus amigos. Con Susanita, desde los cinco años, sentimos la conveniencia de empezarla a convencer de que el día que apareciera un príncipe, mejor nos lo presentara para ayudarla a distinguirlo de un sapo disfrazado. Por varias semanas, estuvo preocupada por los tests que deberíamos hacer para evaluar al que llegara a buscarla. Propuso dos criterios claros para identificar un príncipe de verdad. Uno, que no trabajara. "Con un panadero no me voy". Dos, que no tuviera piojos. También por esa época, a nosotros, pobres plebeyos, nos recomendó comprar un taxi para cuando viviéramos sin ella. "Eso si, no puedes cobrar muy caro, porque te quedas sin pasajeros y no ganas plata". O sea, una reflexión de Manolita Senior, con conocimiento certero de la ley más importante de la economía. Complicado encasillar tal personaje en un mundo en blanco y negro. 

El arte de la seducción lo domina desde los dos años. A esa edad ya dosificaba magistralmente la coquetería y las demostraciones de afecto.  Y las alternaba con una calculada indiferencia, con comentarios como “hoy amanecí sin ganas de darte abrazos”. A diferencia del cuasi militar “¡Papá, mi beso!” de Mafalda cuando cerraba su libro y apagaba la luz, el de Susanita era un cálido y melodioso “¡Ya podrías venir a darme un besito, si quieres!”. Me encantaría decir que esas aptitudes se le enseñaron. De haber podido lograr eso adrede, ya tendríamos abierta una academia de seducción. En cualquier caso, le ha dado buenos frutos, incluso con un papá que se las da de experto en detectar esos trucos. 
- Te maneja con un dedo, eres su pelele, me dice con irritación Mafalda
- No te pongas brava, mejor aprende, le respondo con sorna

No quisiera dejar la impresión de que los rasgos innatos de mis hijos fueron inmodificables. Pudimos con algunos, pero tocó dedicarse de lleno. A Mafalda, por ejemplo, costó unos cuatro años hacer que tuviera algo de correa y sentido del humor. También es indispensable aclarar que el Susanitismo de la soñadora versus el Mafaldismo de la ejecutiva, no tienen nada que ver con diferencias apreciables en su capacidad intelectual. Sí es cierto que muestran inclinaciones diferentes, pero yo jamás me atrevería a decir que una es más inteligente o capaz que la otra. Mafalda es más encuadrada, estudiosa, competitiva, con obejtivos claros, consagrada a las tareas que le llegan. Desde pequeña, incluso durante las vacaciones, le gustaba hacer ejercicios de letras y números para preparar el curso siguiente. Susanita, con ese tipo de ejercicios, llega al tercero o cuarto, mostrando la capacidad de hacerlos, pero rápidamente los deja de lado. “Hoy no tengo ganas de eso, estoy ocupada pintando”. Antes de los seis años, ninguno de los dos mayores  hizo un recorrido tan minucioso y sistemático por el pasado familiar basado en preguntas, cotidianas y por capítulos, del tipo “cuéntame otra historia de tu vida”. Con Mafalda y  Felipe empecé a hablar del contenido de mi trabajo como a sus doce años. Y nunca llegaron a interesarse y a meterse en él como Susanita, quien a los cinco años, alcanzó a comentarle a algunos de mis amigos. “Ese último proyecto de mi papá con los chicos malos de Belice si fue muy duro, menos mal que yo le ayudé”.

La pretensión ilustrada de que no existe tal cosa como las predisposiciones de nacimiento, un dogma intelectual contemporáneo, es tan absurda que no aguanta ni siquiera una ronda informal de anécdotas de padres y madres sobre las diferencias innatas entre sus hijos.  Pero se impuso. A pesar de ser un discurso puramente académico, normativo, artificial, de torre de marfil, que sólo se sostiene en un salón de clase, pero que al salir al mundo real se desmorona. Encima, se trata de academia trasnochada. La que, sin optar por el creacionismo, sigue siendo alérgica a la selección natural y no ha mostrado el menor interés por la idea de selección sexual de las especies. El peso de la agenda de reformas en pro de la igualdad, social y por géneros, llevó a la adopción de un conocimiento castrado,  pasteurizado y plagado de prejuicios. Está basado en un discurso deductivo, con modelos ideales, sin que quienes lo adoptan se molesten por entender lo que verdaderamente ocurre a su alrededor, incluso cuando la realidad los atropella.

Quien venga a decir que mi hija menor es bien Susanita porque la educación y la cultura patriarcal moldearon sus sueños de príncipes, su gusto por la buena mesa y su arte de seducir, es porque sencillamente no la conoce. Quien quiera aplicar el mismo discurso a su hermana, para afirmar que es así porque reaccionó con brío a la desgracia de nacer en una sociedad todavía patriarcal, es porque tampoco tiene ni idea de quien es en realidad esa Mafalda, tan definida desde niña. Con genética similar y educación casi idéntica, Mafalda  y Susanita, mis hijas, comparten sus apellidos y muchos recuerdos, pero en esencia son dos personas tan distintas que jamás me atrevería a afiliarlas al mismo grupo cultural de las mujeres para analizar sus reacciones o predecir la manera como enfrentarán el mundo y, en particular, sus relaciones amorosas y sexuales. Y quien proponga que Felipe, simplemente porque nació varón en una sociedad machista, va a actuar de determinada manera frente a las mujeres y acabará por imponerles unos cánones culturales de dominación para que, por ejemplo, le cocinen o le laven sus calzoncillos, es porque no se ha tomado la molestia de hablar con él durante quince minutos.

Incluso la reacción de ellos tres ante cualquiera que quisiera encasillarlos de manera simplona sería distinta, y contraria al tonto cliché de que las mujeres, como Aleida, no tienen boca porque rara vez se atreven a hablar. Lo más probable es que sea Felipe quien se quede callado. Mafalda, desafiante, sacaría sus fichas resúmenes, sus recortes y sus libros subrayados para emprender un debate hasta ganarlo. Susanita, sonriente, diría algo como "yo pienso que estás echando un poquito de carreta, pero no es grave".

Hablando de las diferencias entre Felipe y sus hermanas, sí hay unas pocas de las que estoy, y seguiré estando, completamente seguro: él no quedará embarazado, no le ha venido ni le vendrá la regla, tendrá muchos más espermatozoides que sus hermanas óvulos, será igualmente fértil a lo largo del mes y, como no le llegará la menopausia, contará con un lapso más largo para tener hijos. No tendrá que aprender a tener orgasmos sino que, por el contrario, tal vez, tendrá que manejar la eyaculación precoz. Es poco probable que sufra de algo como frigidez o anorgasmia. Quienes insistan en que esas pequeñas diferencias no tendrán secuelas comportamentales, allá ellas.

Predecir las peculiaridades de cada uno para la vida de pareja es ya una labor arriesgada e ingrata. Serán una compleja mezcla de sus hormonas, de ser colombianos, de no haber sido bautizados, de la dedicación de Majo durante sus años cruciales, de haber vivido por fuera, de los entornos escolares y laborales que atraviesen, de las personas con quien tengan relaciones o noviazgos y un largo etcétera. Además, no me cabe la menor duda, de unos pocos rasgos básicos y bien definidos de carácter con los que nacieron. Los viejos lo sabían: genio y figura hasta la sepultura.

Ante tamaña incertidumbre, hemos sido cautos en el capítulo de las recomendaciones. Tal vez la única en la que les hemos insistido, a los tres, es la de nunca jugar en paralelo.  Con algo de evidencia temprana, yo me temo -en contra vía de los biólogos, de los datos colombianos y de lo que dizque recomiendan los patriarcas- que la que va a a tener más dificultades para seguir la consigna de la fidelidad es Susanita, no Felipe. A él incluso le podrá costar más trabajo que a sus hermanas hacernos caso en otro consejo menor, ser de luto corto con los amores que se van. Eso casi se podía prever desde sus tres años. Pero puedo equivocarme, las apuestas en este campo son más arduas que en la hípica o el fútbol.