Publicado en El Espectador, Octubre 25 de 2012
La crítica del condón como anticonceptivo
genera una réplica casi automática sobre su papel preventivo de las enfermedades
de transmisión sexual. A veces la reacción es de molestia, casi de regaño. Señalar
cualquier falla se considera políticamente retrógrado, machista o de fanático religioso.
Pero la historia de este artefacto reafirma el escepticismo sobre su idoneidad para
prevenir el embarazo, en particular el de adolescentes.
El diseño temprano de una "vaina de
tela ligera, hecha a la medida" para evitar las enfermedades venéreas fue del
anatomista Gabriel Fallopio (1523-1562). Gracias al invento un poco más de mil napolitanos de su
época se salvaron de la "caries francesa", la sífilis.
El gran impulso comercial del artefacto
se dio en 1712 en Utrech a raiz de una conferencia internacional para ponerle
fin a la guerra de sucesión española. Puesto que la ciudad iba a estar
literalmente invadida por altas personalidades de varios países por tiempo
indeterminado, llegaron innumerables damiselas para atender a los delegados. A
un artesano local se le ocurrió transformar la envoltura del intestino de oveja,
que se utilizaba para cicatrizar heridas, en capucha protectora y ponerla a la
venta. Al terminar el evento, muchos
asistentes retornaron a sus países llevando especímenes. Industriales ingleses
decidieron entonces fabricar y vender con el nombre de condom esos artefactos
higiénicos.
Desde sus inicios hubo quejas sobre la
incomodidad del preservativo y, consecuentemente, su limitada eficacia. Una gran cortesana le advirtió a su pupila
que se trataba de “una coraza contra el placer y una telaraña contra el
peligro". Un reconocido médico inglés anotó que ante el fastidio muchos asumían
el riesgo. Así, su uso se concentró en los niveles bajos de la prostitución,
donde la infección era casi una certeza. Fue gracias a personajes como el
Marqués de Sade y Giacommo Casanova que el condón cambió de estatus. Salió de
los antros para entrar en la cama de los
adúlteros con una nueva función anticonceptiva. Para los libertinos, usarlo en
sus conquistas amorosas se impuso no sólo por razones higiénicas sino para
evitar embarazos. Con una amante conocida no se podía ser tan irresponsable como
con alguien a quien se le paga por esa prerrogativa.
Con la invención de la vulcanización a mediados
del siglo XIX se empezaron a producir condones de caucho. Persistieron hasta
1930 cuando se adoptó el latex líquido que sigue siendo la base de su fabricación. Tras la
primera guerra mundial la política natalista llevó a su prohibición en varios
países. Mujeres inglesas de vanguardia vieron allí una manera de decidir sobre
sus embarazos. A pesar del compromiso por establecer la maternidad como una
opción, el movimiento feminista rechazó el condón no sólo por sus vínculos con
la prostitución y las enfermedades venéreas sino porque, como la abstinencia o
el coitus interruptus, dependía de la colaboración masculina.
A final de los sesenta, cuando "hacer
el amor" desplazó la visita al burdel
las ventas cayeron; repuntaron en los ochenta con el pánico ante el SIDA.
No es fácil entender cómo un método diseñado
y perfeccionado para evitar la transmisión de enfermedades en relaciones fugaces
entre personas extrañas y sexualmente experimentadas, que por décadas fue un
artículo varonil que se vendía en los bares y se guardaba escondido, que hacía
parte de la dotación de los militares, se transformó en el mecanismo más recomendado
para que jóvenes inexpertas, incluso vírgenes, supuestamente decidan si quieren
tener un hijo o no.
Igualmente ardua de digerir es la pretensión de que el preservativo
representa un avance en la emancipación de las mujeres. El punto de quiebre de
la liberación sexual femenina fue la píldora, no una tecnología que estaba disponible hace siglos.
"No es raro que en las billeteras de algunas (mujeres) haya un condón"
anota un artículo de una revista para hombres, como si eso bastara. A pesar de la doctrina, del "no debería
ser así", la decisión real de si se usa o no el condón sigue dependiendo
de la voluntad masculina y sobre todo de cómo percibe el riesgo de contagio quien
lo porta.
Qué bien caería hoy en Colombia algo del
pragmatismo de las feministas inglesas de hace un siglo.