Publicado en El Espectador, Octubre 4 de 2012
Referencias
En mi familia, las mujeres de la generación
anterior tenían claro que los celos masculinos difieren de los femeninos, y que
los primeros son más agresivos y particularmente agudos entre los hombres
mujeriegos. Sin mayor reparo aceptaban que la explosiva mezcla de promiscuidad
y celos tiene algo de hereditario, pero también anotaban que ciertos ambientes
la estimulan o restringen.
Franz de Waal, reconocido primatólogo, señala que
las hembras chimpancés se esconden de los jóvenes y del macho alfa para
copular, puesto que ni los unos ni el otro toleran tales deslices. “Al no
permitir que otros machos se acerquen aumenta la certidumbre sobre quién es el
padre. Consecuentemente, los machos celosos engendrarán más crías que los
tolerantes. Si los celos son hereditarios, más y más crías tendrán esa
característica”.
Mientras los chimpancés se pelean por fertilizar
todas las hembras que pueden, para ellas el número de crías no depende de la
cantidad de machos con los que copulan. Por lo tanto, “los celos en las hembras
son menos marcados. La lucha entre ellas por la atención del macho tiene más
que ver con el vínculo de largo plazo y menos con el contacto sexual”. Grosso
modo, eso afirmaban mi mamá y las tías.
En los primates, el vínculo entre el rango social,
el éxito en la lucha por aparearse y el afán de exclusividad está bien
documentado. No todo es atribuíble a los instintos, anota de Waal, ni se debe
pensar sólo en factores genéticos. “Que un macho chimpancé joven se convierta o
no en potentado intolerante depende de la manera como su madre lo trate y del
tipo de machos adultos con los que crezca”. O sea, la segunda parte del rollo
que sostenía la rama materna de la familia.
Fuera de la influencia del activismo legal pro
igualdad, la reticencia contemporánea para aceptar la idea de rasgos
hereditarios puede provenir de una visión burda de la interacción entre
educación y predisposiciones innatas. En la actualidad se sabe que ni los
organismos más simples vienen totalmente programados ni los seres humanos somos
absolutamente maleables. Es tan absurdo decir que un comportamiento está
genéticamente determinado como afirmar que no tiene nada que ver con los genes.
Uno de los datos más reveladores que he encontrado
sobre la compleja y sutil mezcla de naturaleza y crianza en el terreno de la
promiscuidad es de una bióloga especializada en ciertos roedores en los que
existen dos grupos totalmente diferenciados: uno de ratoncitos fieles a morir y
otro de ratas que no paran de poner los cuernos. Aunque se ha logrado
identificar un componente genético para esta discrepancia, se trata más de una
predisposición que se puede activar o no dependiendo del entorno del recién nacido.
Si en las horas que siguen al alumbramiento la madre estimula con su hábil
lengüita ciertas zonas íntimas de la cría, esta tendrá una vida con numerosas y
cortas aventuras amorosas. Si la madre se abstiene de este sencillo protocolo,
el afán de promiscuidad no se desarrolla.
Que esto suceda en especies con poca capacidad
cerebral para interpretar y predecir el entorno permite hacerse una idea del
enorme volumen de información sobre el ambiente que, durante las etapas
iniciales de la vida, una madre sapiens sapiens le transmite a sus retoños para
así consolidar o matizar predisposiciones e instintos.
¿Qué ventajas traería reconocer la existencia de
tales mecanismos en materia de infidelidad y celos? La respuesta es simple:
sería más factible prevenir sus estragos, en particular la violencia de pareja.
Las teorías globales que no ayudan a explicar diferencias individuales sólo
conducen al lamento y la inacción.
Como anticipo al remedio farmacológico que -si los
ilustrados y las feministas lo permiten- algún día ayudará a prevenir ciertos
conflictos de pareja que pasan a mayores, me atrevo a sugerir, para los celos
enfermizos, infusiones de achicoria o acebo, las dos esencias florales de Bach
útiles para esta dolencia. Alguna astuta matrona sumaría la advertencia de
ensayar la pócima con los suegros, para ver si se trata de un caso sin remedio.
Referencias