Publicado en la Silla Vacía, Febrero 7 de 2012
Una crítica a la defensa del piropo señala con razón que en los dichos callejeros no distinguí halago de agresión verbal. En efecto, no hice explícito que escribí pensando en los piropos de andamio, los de obrero, los clásicos. Con esos en mente quiero insistir en que la cruzada contra el "acoso callejero" es criticable ante todo por clasista. Sin datos y pocos testimonios, recurro a mi experiencia como espectador y al foro tras la defensa.
Mi primer contacto con el piropo fue a los diez años, cuando a mi hermana mayor le lanzaron desde una obra un "¡qué piernas!". Sin pensarlo reviré “¡grítele a su mamá!”. Muy machito, quería arreglar cuentas con esos atrevidos pero ella me disuadió. En la casa se discutió el incidente concluyendo que a esas bobadas no se le paraban bolas. En las reacciones al halago no primaron consideraciones de género. En el debate familiar tampoco. Con un "pasito que pueden oír" la atención se centró en los dilemas de vivir en un país con tales diferencias sociales.
Fue inevitable al leer un testimonio de Atrévete! una mezcla de condescendencia y molestia. Lo discutí con gente cercana y la impresión incluso femenina fue similar: “¿dónde cree que vive?”. Compartimos la sospecha que esa joven entre atemorizada, desafiante y torpe, no ha conocido bien a un obrero, de pronto ni ha hablado con uno. Tal vez el contacto se ha limitado a miradas despectivas, del tipo “conmigo ni sueñe”. Imaginamos a las que exigen respeto en la calle llegando a su casa para ser atendidas por otra mujer de clase social inferior, tan respetada que no come sentada en la mesa con la familia sino en un butaco en la cocina. O reaccionando de forma hiriente a la torpeza de un mesero, o insultando étnicamente al chofer de un bus. Intuímos que esas casas no quedan en los barrios de las verdaderas víctimas de la violencia sexual callejera. Son conjeturas que habrá que corroborar.
Por mi oficio paralelo he pasado años metido en obras y así conocí un piropero consagrado. Esgar era un ayudante de albañilería trabajador, inteligente, honrado y ambicioso. Muchas veces lo oí echando piropos, todos asimilables a los recopilados por estudiantes javerianas. Bien plantado, era exitoso con las mujeres de su barrio. Soltero y garoso, flirteaba en toda la ciudad con esporádicos triunfos. En una sociedad menos clasista hubiese coronado a diario con creces. Una amiga cercana me confesó una vez que la atraía físicamente. Provocándola le dije “avise y le hago el cruce”. Me cortó en seco, “eso no se puede”. ¿No es esa barrera infranqueable puro clasismo?
Atrévete! y varios comentarios a la defensa destilan clasismo del ofensivo. Volver peligroso al extraño, como en el primer mundo criminalizar al inmigrante, roza el racismo. Es discriminación lo que eleva a amenaza sexual un "qué ojos tan leendos" desde un andamio y transforma el "no me gusta lo que me dijeron" por "un indio casi me viola". A la segregación de siempre se le da ahora nuevo impulso con la hipócrita disculpa de combatir el machismo.
Una forista hizo explícito el peligro, "del piropero al violador no hay un trecho tan grande". Otra lo amplió, “antes de que una mujer sea abusada, otras expresiones dan cuenta de la violencia ... Hay miradas, hay palabras, hay gestos”. El horror no es sólo el piropo, son los patanes que, aún con bozal, podrían atacar. Pero los asaltos sexuales en Colombia no tienen nada que ver con el "pisss...pisss, una miradita". Lo común es un atracador que capitaliza el pánico de su víctima para violarla, o un reincidente que la engaña. Las violentadas reales son menores y viven en barrios más populares que las susceptibles con un dicho.
La recopilación de piropos antioqueños hecha por una polaca corrobora la esencia de la cruzada. Una extranjera vacunada contra ese clasismo atávico no se siente agredida con las frases de extraños que ofenden a las niñas bien locales.
Hace un siglo en los EEUU hubo unos piroperos peculiares, los mashers, "hombres blancos bien vestidos cuyo comportamiento era más irritante y cómico que amenazante". Hollaback! ni siquiera es novedoso. Smashing the Masher fue el movimiento, también clasista, para neutralizarlos. Era la época de la industrialización y campesinos solteros llegaban a compartir las calles con mujeres más educadas. Nunca fueron acusados de violadores, ese estigma recaía en el black rapist. En Colombia hoy, sin un personaje urbano con el sello de violador, se le endosa la amenaza al obrero piropero.
La combinación de la cruzada con la Slutwalk potencia la intolerancia elitista. Defiendo sin atenuantes el derecho de las mujeres a vestirse como deseen y me parece un despropósito aducir que eso disculpa las violaciones, o el manoseo. Pero tengo dificultades para entender por qué en la calle no asumen sin drama las consecuencias de vestirse como les da la gana: unos miran, otros opinan, otros sueltan un piropo. Como anotó una amiga segura y sensata: “una minifalda no es autorización para que me toquen, pero obviamente es una provocación para que me miren”.
Hago paralelos con otros contextos y sigo sin entender por qué se espera que una declaración pública, “vean mis piernas”, no genere reacciones. Es como si una radiodifusora que emite señales se disgustara porque quienes las reciben no son los targets previstos, y los tachara de peligrosos. Parece que sólo un grupo selecto, de la misma clase social para arriba, está autorizado a captar la onda y reaccionar. Los demás que se callen, sobre todo si son obreros.
A Esgar yo le firmaría una recomendación para cualquier puesto, incluso de celador en una residencia femenina. A pesar de que le gustan, jamás puso la mano en cola ajena sin permiso, porque sabe de flirteo. No creo que haya desperdiciado piropos en asustadas y desdeñosas víctimas de una violencia sexual imaginaria. De pronto se habrá burlado de ellas, por clasistas.