martes, 17 de enero de 2012

En defensa del piropo

Publicado en La Silla Vacía, Enero 17 de 2012
Emanyea Lockett fue sancionado por acoso sexual a su profesora. Un incidente común, salvo que la falta fue decir "es bonita" y el agresor es un niño. Cuesta creerlo, pero ya hasta una amable frase infantil cosifica a la mujer y merece sanción. El trivial piropo se estigmatizó.

¡Hollaback! es la cruzada global contra el acoso callejero que llegó como ¡Atrévete! a Bogotá. Si levantar subordinadas en la oficina o alumnas en clase es algo común y tan impune como un bolillazo en público, molestarse con un "¡te luce el pircing!" es un desatino. También lo es confundir piropo con agresión: el acoso y la violencia sexual ocurren en el entorno cercano, no con extraños. En Colombia, de los agresores por delito sexual el 77% son familiares, parejos o conocidos de la víctima.
En España, se añora la penalización del piropo y Bibiana Aido trató de multarlo hasta con 3.000 €. Eso después de confesar que le gusta recibirlos. Las argentinas lo mezclan con la violencia de género y hacen evidente su desconocimiento de la sexualidad masculina. El video Respetá es ilustrativo. Un joven camina dizque agredido con insinuaciones femeninas más y más explícitas. El supuesto infierno es como Avenida Nirvana: el sueño de muchos, una caminata por la mejor calle del mundo.   
En simultánea con el ¡cállense! está la “Marcha de las Putas”, versión latina de la slutwalk contra la violencia sexual: así se vistan como esas, ellas tienen derecho a decir “no, no lo doy”. Salvo el ambiguo nombre en español, la iniciativa merece apoyo. Pero la campaña anti piropo extiende arbitrariamente el derecho sexual femenino a no darlo, sin respetar el masculino a pedirlo, ni la libertad de expresión. Sus límites son difusos: erradicado el piropo seguirá la molestia con miradas o suspiros, que las hacen sentir incómodamente deseadas. Sólo una armadura varonil insonorizada evitará que las susceptibles se sientan objeto sexual. Desconocer la sexualidad ajena, suponerla igual a la propia y reprimir cualquier manifestación fue la lógica fanática que llevó a la burka.
Con esta batalla el feminismo radical revela su absolutismo. No hay ni asomo de negociación política. Los principios y la tipificación de lo sancionable los definen unilateralmente y a su antojo las intransigentes, simplemente por ser víctimas de  patriarcas cuyo poder quisieran asumir para reprimir cualquier manifestación del deseo que no les guste. A diferencia de la religiosa, esta represión se presenta como defensa de los derechos sexuales y respeto por la diversidad. Difícil imaginar un travesti ofendido por un cumplido, pero la iniciativa se asocia con los LGBT. 
La contrapartida del derecho inalienable al “no se lo doy” es el “oiga, ¿me lo da?”. Cual limosnero, el adulador callejero pide y pide esperando un alma caritativa que le arregle el día. Confundir eso con acoso o violación es como acusar al pordiosero de atracar, o asesinar. La comparación suena exagerada, pero el despiste es de ese calibre: "quien se siente con derecho sobre el cuerpo de otra persona para comentar, también puede sentirse con derecho a tocar, forzar, abusar y matar". Un "tsse me cuida reina" puede acabar en feminicidio.  
Cada quien flirtea como puede. La destreza varía, de lo franco y vulgar a lo sutil y camuflado. Un halago cursi puede acabar en vituperio. Aún así, sería absurdo sancionarlo. La calle es peligrosa, pero no por el piropo, que sin drama cae progresivamente en desuso como ocurrió en España. Las quisquillosas no ven reprochables los piropos finos de los pretendientes, como le gustan a la ministra Aido. Vetar los callejeros equivale a proponer que sólo los educados y poderosos puedan expresar sus gustos, y pedirlo. Es cándido creer que en la élite y con eufemismos desaparece la obsesión masculina por el sexo. 
Detrás del rechazo al piropo, como a la mendicidad, lo que hay es clasismo. En los testimonios, lo insufrible son los obreros: "desde los andamios me gritan algo o me silban y se ríen". Un sesudo cucuteño confirma que son tretas para "conquistar una dama decente con vulgares retahílas".
Además de ser una forma light de limpieza social,  la cruzada es inútil. Y distrae esfuerzos de lo que se debe combatir: el manoseo. La madre de Emanyea, atónita ante la sanción, tiene claro el límite: "él no se acercó a la mujer a tratar de agarrarla y tocarla de una manera sexual". El antiguo tarreo o  groping, es un serio problema en el transporte público. Tanto, que en Bogotá ya se ha propuesto una medida similar  a la de las ciudades asiáticas, donde para evitarlo existen medios de transporte  exclusivamente femeninos. Allá como acá, el sigiloso toqueteo es tan distinto del piropo como el masaje de la serenata. 
El acoso sexual serio se basa en la confianza y el poder, precisamente de lo que carece el transeúnte ante una mujer extraña. Es de esa brecha infranqueable, de esa impotencia, que sale el silbido o el "¡preciotsura!". La propuesta de ¡Atrévete! -responderle al del piropo para hacerlo sentir mal- se basa en esa observación. El contrapunteo sería hasta divertido pero da la impresión que revirar es inocuo o puede reforzar al seudo poeta. Eso sí, se desvirtúa la idea de que un "¡uyyy! ¿quien pidió pollo?" sea el primer paso hacia la violencia sexual. En síntesis, el piropo no es manoseo ni tiene que ver con el acoso sexual o la violación. La mezcolanza entre pedirlo y tomarlo, a la tapada o a la fuerza, no aporta al diagnóstico y tal vez contribuye a la impunidad de lo segundo. 
La slutwalk está prevista para febrero en Bogotá. Ojalá no se arme un lío cuando, superando la milenaria división entre madres y prostitutas, algún patán capitalino salga con un “¡qué puta tan mammita!”.