No tengo claro si el escándalo por el bolillazo fue proporcional a la gravedad del hecho. Pero le quedó grande a las secuelas legales, que no se ven. Ya huele a impunidad. Estrenando Ley de Violencias contra la Mujeres (L 1257/2008) sería impresentable que esos puñetazos se salden con la renuncia del agresor a su trabajo. Es triste que la demanda judicial la haya puesto C.J. Castro, abogado litigante, y no una organización de mujeres. Se añora la símil de Mónica Roa empujando un Litigio de Alto Impacto.
Se desperdició la oportunidad para aleccionar. Un asunto tan visible corroe una recomendación de la Ley, fomentar las denuncias. La víctima siguió el guión que perpetúa el fenómeno: evitar a las autoridades y volver con el agresor, como si nada. Es deplorable que de una golpiza tan mediatizada se sepa tan poco.
Se oyeron reclamos injustos a una Alta Consejera, se anotó que si el mundo y los hombres y las mujeres cambiaran entonces los Bolillos no existirían, se regañaron machistas del fútbol y del congreso, se acusó de amarillistas a los pocos que hurgaron los hechos, se reiteró que a una mujer no se le pega … y el bolillazo ahí, camino a la impunidad.
Más allá de ser mujer, de la víctima se sabe poco, y eso es nocivo. No es lo mismo haberle pegado a la salida del Bembé a una supuesta o presunta (SoP) Isabel -SoP fisioterapeuta, SoP querida de 10 años y SoP madre de un Bolillito- que defenderse de una SoP atracadora, o una SoP integrante de barra brava. Así todas las SoPs sean mujeres.
Descartada la defensa personal, la renuncia era obligada aún por un ataque verbal en público. Para quien debe servir de ejemplo, unos berridos con altos decibeles e improperios ya justificaban la dimisión. Cuando Mockus se bajó los pantalones ante sus estudiantes, gesto intrascendente junto al bolillazo, renunció a la rectoría.
Pero el Bolillo se fue a las manos con su SoP amante. Eso es serio. Y es el caso paradigmático que se debe combatir, esta vez depurado del tradicional “pobrecitos, sin futuro”. Con testigos, con sindicado conocido y la opinión pública a favor, la justicia ya podría haber avanzado. Deberíamos tener la versión oficial de los hechos, y conocer la sanción prevista para quien le pegue puñetazos a su SoP querida en la calle. Feo el mensaje que basta con arrepentimiento, renuncia y misterio.
El efecto disuasivo de la sanción sobre los infractores -casi 100 mil al año- hace la judicialización de este caso tan importante como la de las chuzadas, sobre las cuales una feminista dura diría, con razón, que no pasan de ser una manifestación baladí de la lucha por el poder entre los patriarcas de siempre.
Un caso tan desaprovechado sugiere aterrizar la Ley 1257. Debería priorizarse la violencia física, la que Medicina Legal denomina de pareja, y es la más notoria. Aquí fue además con mecanismo contundente o sea como el 87% de los casos que llegan a los forenses. Los rumores sobre la edad de la víctima encajan en el rango más común para esta agresión. Además, la paliza fue en la calle, con espectadores. Difícil concebir condiciones más favorables para un caso emblemático, fácil de investigar y sancionar.
Ponerle dientes a las buenas intenciones de la Ley exige focalizar esfuerzos, y mostrar resultados. El discurso que revuelve todas las violencias contra la mujer, y las cuitas de pareja con el conflicto armado, no ayuda al diagnóstico, ni a las prioridades, ni a la respuesta eficaz contra el flagelo. No facilita la prevención mezclar al esposo, novio, compañero o amante con el violador, el acosador, el desplazador y el proxeneta. Todos surgen del machismo, pero saber eso no facilita las políticas, o la labor de los fiscales. Ni su origen, ni su motivación, ni las instituciones pertinentes para lidiarlos son las mismas.
Enfrentar la violencia tipo bolillazo, la más difícil de comprender, requiere menos ideología y más pragmatismo. De nada sirve señalar que “es un fenómeno estructural … un mecanismo de control de todas las mujeres … que representa un continuo” si no se investigan los casos reales, se aclara y se hace público qué pasó y se sanciona legalmente al agresor.
La justicia debe caer sobre los casos graves. Si son notorios, tanto mejor pues ahorran costosas campañas publicitarias. Para aplicar esta Ley, es ineludible meterse en la alcoba. Unos golpes abren la puerta de la privacidad, para indagar los hechos. El Bolillo, su misteriosa dama y unos comentaristas despistados están desafiando el principio de que esa violencia no es un asunto privado sino público.
Precisamente por el dilema con la intimidad, la justicia no debe distraerse en todas las peleas, gritos, o manipulaciones afectivas. Ya es difícil que comisarios y fiscales den la atención adecuada a las víctimas golpeadas. La situación sería peor si, como sugiere la idea del continuo de violencias, llegaran denuncias por presión psicológica, sexual o financiera, o por insultos.
Las parejas discuten por muchas razones: Uribe, el diálogo con Cano, las suegras, con quien salimos, qué película vemos, llegaste tarde, hace rato no lo hacemos. Las peleas son comunes y su origen variado e impredecible. Fuera del trago, sobre la dinámica de las escaladas se sabe poco. Prevenir todos los riesgos es imposible; sancionar tantas conductas, impracticable. Por el contrario, los motivos por los que en la pareja se pasa a las manos son pocos, y giran sobre un eje común. Esa agresión es peculiar. Sus detonantes son tan banales y recurrentes como subestimados por el diagnóstico, muy politizado. Sobre esto será necesario extenderse.
Al ser menos frecuente, y muy específica, la violencia física en la pareja exige prevención y respuestas en extremo especializadas. El bolillazo deja claro que la no denuncia no siempre es por miedo. La reticencia es más compleja y difícil de abordar. Para avanzar, no es sensato seguir metiendo en el mismo bulto de víctimas del machismo a la misteriosa acompañante del Bolillo con las mujeres desplazadas.
Para ir más allá de la queja por tanto tilín y tan poca paleta, una pregunta a la fiscalía: ¿cómo va la investigación del bolillazo?