martes, 18 de octubre de 2011

Ya no lavo calzoncillos

El debate sobre el matrimonio en los medios colombianos ha ido directo al grano. Es un grano peculiar, dos veces in: íntimo e informado. Agudo y pertinente, no deja dudas sobre las prioridades en la agenda de reformas para mejorar la situación de la mujer.

"No nos digamos mentiras, el matrimonio es fatal, quedó mal inventado … Día a día, poco a poco, el matrimonio se va convirtiendo en una jaula … Por fortuna, el hombre que quiero y que también comparte la filosofía del 'mejor juntos pero no revueltos', lava -mejor dicho, le lavan- los calzoncillos en su propia casa".

"Ya puede hablarse de una generación de mujeres que les temen a los compromisos profundos; mejor dicho, con ellas no es eso de casarse, de tener hijos, de aguantarse a las cuñadas y a la suegra en almuerzos dominicales y mucho menos lavarles los calzoncillos a un señor, a cambio de un programado polvo semanal".

"Veo hombres que no saben llorar y que no pueden contarle un cuento a un niño; hombres que cuentan chistes sexistas y que se tratan de maricas todo el día; hombres incapaces de lavar un calzoncillo".

El meollo de la discusión es un trueque injusto, y en una sola vía: tú me lo das, tú me los lavas. El mensaje es claro: la compañía permanente de un hombre no vale unos calzoncillos sucios. Y la moraleja es obvia: no te dejes, porque además de ser su esclava sexual, te caerá la doble jornada. El amor es peregrino, no te cases, y si ya cometiste el error, sepárate que esa vida si es chévere. Para corroborarlo, se ha recurrido incluso al testimonio de una misteriosa ejecutiva japonesa Misa Miyatake que a sus 36 rechazaba todos los hombres que conocía. No soportaba la idea de lavar calzoncillos y tener sexo con ellos por el resto de su vida.

Un sólo representante de los colinchados, por desgracia fallecido, ha entendido la magnitud de la desventura doméstica. "No hay nada más espantoso que refregar ollas, limpiar baños y lavar los calzoncillos ajenos". La aversión a la descomunal tarea es tal que sólo en condiciones extremas y bajo estrecha vigilancia, de los compañeros del ELN, parecen los varones colombianos dispuestos a asumirla.

Ante este flagelo en el hogar, no es fácil entender por qué tantas colombianas manifiestan, en la Encuesta Colombiana de Valores, sentirse muy felices con sus vidas. No sólo son mayoría, sino que sobrepasan a los hombres, quienes con esa lavaganga mostramos ser, encima, desagradecidos. Si no sabemos llorar, por lo menos deberíamos sentirnos más felices que ellas con todo ese patriarcado a nuestro alrededor.

No siempre las opiniones femeninas escépticas con el matrimonio se basan en tan íntimos menesteres, ni pretenden hacer generalizaciones que parecen salir de un electrodoméstico. "Como quiero que mi estado permanente sea el de solterota, como observo que las solteras heterosexuales que pasan de cierta edad sufren en este país casi tanta discriminación como las y los homosexuales, y como el matrimonio heterosexual ya resulta lo suficientemente gay para mi gusto, no ha estado entre mis prioridades la defensa del matrimonio entre personas del mismo sexo".

Carolina Sanín atinó en dos puntos. Según la misma encuesta, las solterotas colombianas como ella se lo están pasando bien, mucho mejor que los solteros. En todas las edades, desde los dieciocho hasta los temibles cincuenta. Al señalar la importancia del pasar de cierta edad se apunta su segundo acierto. La dicha no se acaba pero disminuye, drásticamente. Es probable que el bajonazo en felicidad que experimentan las solteras al llegar al medio siglo -una de cada tres se cae de la nube- se deba a la discriminación que Carolina señala con las tradicionales solteronas. Pero tambien se podría pensar en otras causas objetivas.

Como si hubiera visto esta gráfica, la tía Cecilia, que rozó dos veces el convento, se casó a los cincuenta con un poeta ibaguereño. Las visitas de novios se rotaban por las casas de la familia, donde hubiera chaperones. Esa soltería era con himen. La pedida de mano se hizo a las hermanas, todas menores que ella, y a los cuñados. El matrimonio casi llega a las bodas de cristal (15) y a ella le mejoró mucho el genio, la renovó. Tomó clases de cocina, de francés, de guitarra y de tennis. La separación no fue por cuestiones de ropa íntima sino por indelicadezas financieras de él. Ahí ella perdió algo de empuje. Siguieron viéndose con frecuencia hasta que él murió.

Con un perfil en las antípodas del de la tía, Blanca, solterota madrileña, ejecutiva de relaciones públicas, se casó después de los cincuenta con Joaquín, un periodista viudo, conservador y algo cascarrabias. Él venía enmarcado con Tito, un hijo con síndrome de Down del primer matrimonio y una tía, esa sí solterona, de su difunta. Sin mayores aspavientos, y con ayuda doméstica escasa -diez euros la hora- Blanca se dedicó de lleno a su nueva familia. Nunca la he visto atafagada ni quejumbrosa. Todo lo contrario, es como un ringlete. Y asegura que se siente mucho mejor así que en la marcha con cuarentones antes de Joaquín. Hace unos años me regaló sus libros de Lidia Falcón, una feminista de los setenta. Ahora prefiere coleccionar almorratxas -vasijas en vidrio soplado- catalanas y para esas expediciones el chofer es Joaquín. Se deleita recibiendo gente en su casa, y lidiando a su esposo y a Tito. Fuera de acompañar y consentir a la mujer del hogar, la contribución masculina al trajín doméstico consiste en no hacer mucho reguero, soportar con resignación los días que bajo la mano de hierro femenina les toca hacer limpieza general, recoger la ropa que ella siempre lava, poner la mesa, levantar los platos y desayunar pan con tomate en un café leyendo El País y el Marca. Aún viven juntos y la gran preocupación de Blanca en la vida es no saber quien se hará cargo de Tito cuando ellos falten. Con la historia de los calzoncillos, su comentario sería: "oye, no digas tonterías".

Estos casos sugieren que, si se desea, el bajonazo de los cincuenta es evitable pero, sobre todo, que la pascua de las mozas es ya, en esta época y en ciertos estratos, bastante prolongada. Prácticamente se ha triplicado. En Colombia, mientras dura, es un período durante el cual las solterotas se la pasan mejor que todos y todas, casadas o separadas.

Mª Elvira Samper tiene razón en que el matrimonio se va volviendo una jaula. Pero eso no parece afectar mucho a las casadas, que envejecen campantes. Son ellos los que, con la edad, empiezan a aburrirse un poco. De lo que no habla Mª Elvira es del bajonazo que produce la separación, sobre todo en las décadas críticas, la 3ª y la 4ª, tanto en ellos como en ellas. Sobre ese punto Florence Thomas es aún más decidida, y afirma basada en rigurosos estudios que no comparte, que las mujeres "nacen a ellas mismas después de una separación" y que, por eso, "divorciadas y tan felices".
Sonia, que se divorció en ese tramo de edades, y que después perdió una hija en un accidente, no tiene reparo en admitir que la separación, provocada por una infidelidad de su esposo, fue un golpe aún más duro. En el otro extremo, Nubia, también de cuarenta y tantos, que se consideraba adicta al amor, con dos hijos pequeños, se divorció luego de mucho esfuerzo por arreglar las cosas. Está radiante, por fin trabaja tranquila, dice que lo ha debido hacer hace diez años y ya consiguió un novio fabuloso. En ninguna de las largas charlas que he tenido con ella, antes, durante o después de la separación, el tema de las tareas domésticas salió a relucir. No todas son Sonias, pero tampoco todas son Nubias.

Parecería que sólo la madurez otoñal permite asimilar, parcialmente, la dicha de no lavar calzoncillos. Aún a esas alturas, las casadas que lo siguen haciendo se declaran más felices que las que se liberaron de la cruz. Por encima de los treinta, son más las solteras y casadas muy felices que las separadas. Un tercer hit de Carolina Sanín: mejor la apuesta de solterota que la del fracaso matrimonial.

Para que la doctrina de la solterota resulte verdaderamente robusta requiere un pequeño ajuste: no quedarse sin hijos. Y en ningún caso tener más de dos. Esa fue precisamente la estrategia de Mª Isabel, una compañera de la universidad. Luego de un corto matrimonio con un francés, allá en Lyon, y casi diez años de cuasi soltería en el altiplano, se levantó un bueno para nada, eso sí bien plantado, con quien, antes de despacharlo, simplemente tuvo dos hijos que le atenuaron su severidad y la vacunaron contra la amargura y la soledad de la vejez.

Una amiga cuenta que en su casa trabajaron por muchos años Uvaldina -solterona, amargada, regañona- y Odilia, una solterota. “Era estricta, pero no amargada. Campesina cundinamarquesa, no muy agraciada, era blanca, de cachete rojo, alta y acuerpada, de temperamento fuerte. Tocaba ganársela y tenerla en la mano. Un día –al final de sus treinta- nos dijo que quería tener un hijo, pero no se quería casar. Ni siquiera tenía novio. Prácticamente salió a buscar el mejor postor. Quedó embarazada y el hijo fue la felicidad de su vida. Se retiró de trabajar con la familia, y se fue con su cuñado, a la cooperativa de un club. La última vez que supimos de ella estaba de presidente de la cooperativa, con muchos empleados bajo su mando, una mujer de armas tomar”. Nunca buscó algo más con aquel individuo. Trabajó para mantener a su hijo, y siempre tuvo conciencia que era una responsabilidad de ella nada más. “El papá del niño fue un simple donante” decía con orgullo.

Lo otro que queda claro es que el matrimonio sin hijos como que no cuaja, sobre todo por el lado de ellas. Casada sin hijos se asemeja peligrosamente al gremio de las separadas, o al de las solteras con más de tres. Con la separación, lo más probable es que los hijos y el talego grande de ropa sucia se queden con ella. Los calzoncillos que no se fueron, de menor talla y mayor reteñido, podrían ser la causa del golpe negativo que produce la separación en ellas. Ese punto lo deberían investigar algunas etnógrafas concienzudas.

Aún bajo el peor escenario para él, un nirvana para ella, que todos los calzoncillos y las tareas domésticas queden bajo responsabilidad masculina, es fácil argumentar que la teoría no da un brinco. En un país como Colombia, con tanto subempleo informal femenino, ese drama no conmueve a nadie. Y no debe alterar un ápice la tasa de divorcios. El lavado de ropa, y en general el manejo de la casa, visto desde el lado de quienes pierden sus prerrogativas cuando vuelven a vivir sólos, nunca es el fin del mundo. No se oyen quejas serias en ese sentido. A pesar de haber lavado ropa en laundromat -uno de los mejores sitios para flirtear en el destierro- cuando viví sólo en Bogotá como soltero o separado, me las arreglé perfectamente con María, sonsacada de la casa materna. Con ella tuve siempre una excelente relación, mejor que las rivalidades femeninas que le provocaban mis hermanas o mi mamá.

La misma lógica aplica en el otro sentido. Antes de volverse a casar, Mª Isabel se vanagloriaba de no necesitar marido, pues todos los sábados el maestro Becerra le arreglaba los enchufes, le colgaba cuadros, le limpiaba el garaje, le lavaba el carro. Además, Becerra no gruñía sino que lo hacía todo con gusto, silbando. Como Dioselina, buen primor.
La idea de la separación tan chévere que se promueve con ligereza es menos apreciada por las colombianas que la unión libre, que, a su vez, se asocia bastante menos con la felicidad que el matrimonio, tan démodé. Aunque su incidencia es menor entre la clase alta, es ahí donde mejores credenciales parecen tener los pactos sin atadura. Pero ni siquiera allá tan arriba la unión libre alcanza la hinchada que conserva el matrimonio.

El perfil por estratos y por edades de quienes viven en unión libre permite sospechar que, entre otros usos, es esa la institución a la que se recurre en Colombia para los romances inter estrato, tipo cenicienta, cuando van más allá del motelazo. Eso ya lo había señalado Virginia Gutiérrez hace varias décadas. El 5% de excedente de hombres en las uniones libres del estrato alto coincide bien con un superávit femenino similar en las de estrato bajo. Se podría pensar en la historia de amor entre él, joven ejecutivo, y ella, aún más joven y de extracción popular. Es la democratización del novelón de la reina y el mafioso, pero él mejor educado. Algo como una Gaviota que da el paso a la convivencia. Se entiende que a esas historias el discurso combativo les tenga hartera. No son violaciones, tal vez hay poca violencia doméstica, no se enmarcan dentro de la trata de mulatas por misteriosas mafias, ni tampoco son una extensión del derecho de pernada. Algunas, de pronto, son promovidas por unas muachitas vivas y arribistas. Qué camello abordar casos que no encajan en las ideologías de moda. Además, en eso del romance inter estrato sí que son difíciles las empatías entre géneros. Mejor ni hablar.

Igual de ilustrativo sobre lo que puede estar ocurriendo es el dato de los "muy felices" entre quienes viven en unión libre, dependiendo del número de hijos. No sorprende que el cuasi matrimonio a la colombiana sea la cresta de la ola para ellos, pero siempre que no haya hijos. La prole en la unión libre es lo que los baja abruptamente, a ellos, de la estratosfera. Para ellas, es más la prolongación de una relación que empieza a preocuparlas a partir del tercer hijo.
Un punto revelador en esta encuesta sobre la naturaleza del matrimonio es que el aumento del número de hijos produce más satisfacción en las mujeres casadas que en las separadas o las de unión libre.

La de los jockey, boxer o punto blanco sucios se perfila como otra teoría barata que toca revaluar. Incluso en el departamento del lavado y planchado se pueden imaginar escenarios que, tal vez, estén más cerca de las cuitas reales de algunas colombianas casadas. Por misteriosas razones, ciertas situaciones -como las infidelidades, epidémicas en algunas regiones y devastadoras en buena parte de los casos reales- aún no clasifican para la agenda de preocupaciones del feminismo mediático.
Algunas prioridades de la lucha -la violencia machista, el tráfico de seres humanos, el lenguaje correct@, el aborto, el acoso sexual callejero, darle palo a los curas- se han importado enteritas, sin la adecuada adaptación a las tradiciones y costumbres locales. Las señoras de antes, menos estudiadas pero más sabias en muchos aspectos, tenían en su lista varias preocupaciones que siguen siendo más pertinentes. De todas maneras, y para volver al tema crucial, cuando uno se queda sólo y toca hacer oficio, es fácil y reconfortante soñar, arrullado por la lavadora.


Nota: Con las caricaturas de esta historia, tomadas de un libro francés, se aprecia que ni siquiera el de los calzoncillos sucios es un rollo autóctono.