A mediados del 2009, el actor Robinson Díaz y Sara Corrales, su coprotagonista en la obra de teatro Infraganti, llevaron a la realidad, con la colaboración de Adriana Arango, esposa de Díaz, el mismo guión de la pieza de ficción en la que actuaban. Adriana ya había oído rumores de romance, seguidos de apresuradas rectificaciones, cuando la policía le avisó que su esposo había abandonado el carro al lado de un potrero. Se dirigió al sitio indicado para encontrar con sorpresa que era justo al frente del apartamento de su rival. Invitada a entrar por una desafiante e improvisada anfitriona en sudadera, se encontró allí a su Robinson en plenos calzoncillos. La engañada, su esposa durante 17 años y madre de un hijo suyo, salió de inmediato a hacer público el affaire. El escándalo en la prensa de farándula fue mayúsculo. Además, como Adriana había amadrinado a Sara para que le dieran el papel, buena parte de los cronistas radiales le protestaron a la amante por desleal.
A los pocos días los esposos anunciaron su divorcio. Delante de los compañeros de reparto, Robinson le solicitó a su ahora ex amante que se saliera del grupo. También le pidió excusas al resto de la tropa por haberlos involucrado en una situación tan bochornosa. Adriana, por su parte, explicó a la prensa por qué, a pesar del amor que aún sentía por Robinson, había tomado la dolorosa decisión de separarse.
Unas semanas más tarde, en una de esas cartas con las que acostumbra reprender públicamente a quienes se atreven a hacer o a decir o a escribir cualquier cosa que afecte a las mujeres, Florence Thomas regañaba a Robinson. No lo hacía por haberle puesto los cuernos a su mujer, ni por dejar ir a Sara si la amaba de verdad. La tarjeta amarilla tampoco era para señalarle a los Arango & Díaz que en lugar de la aburrida alianza tradicional, han debido establecer un matrimonio abierto, esos en los que “cada uno pudiera tener todos los amores, todas las relaciones sexuales que quisiera con la condición de explicarse todo mutuamente, sin secretos” y que según Francesco Alberoni son comunes en Italia. La razón de la reprimenda era más simple. Le reprochaba a Robinson haberse dejado involucrar en el escándalo que provocaron la esposa dolida y la amante que reviró.
Florence no aprovechó el incidente para iniciar un debate sobre la reacción de Adriana que, aún enamorada, optó por pedir el divorcio. No dio ninguna luz acerca de si esa decisión, difícil como pocas y enfrentada por muchas colombianas, fue acertada o precipitada. Estuvo parca sobre lo que la doctrina, desde donde todo se ve tan claro, le recomienda hacer a las esposas sometidas pero enamoradas en caso de que, además, las engañen. Tampoco le sugirió nada a Sara, la otra, quien tal vez habría agradecido un par de consejos sobre si debió retirarse resignada o luchar por recuperar a su amante. Esta vez Florence no se ocupó de las mujeres, ni de sus sentimientos, ni de sus intereses afectados. Insólitamente, cual amigote de Robinson, con lo que salió fue con una especie de “¡cómo es de pendejo, se dejó pillar!”. Dejó claro que en materia de cuernos lo que importa, en últimas, es lo que hagan ellos. Ellas, esposa o amante, que aguanten. “Yo, de tu mujer, te mandaría a freír espárragos ... no precisamente por tu infidelidad, sino por la manera como enfrentaste este asunto”.
A mí me cuesta trabajo entender que la persona que no deja que se mueva una hoja en el país sin armar escándalo porque, de pronto, al caer atropella a alguna mujer, se haya pasado tan olímpicamente por la faja el dolor que produjo la infidelidad de Robinson en Adriana, y también en Sara. ¿Cuando es que son importantes las angustias femeninas? No es difícil imaginar un leve cambio en el guión de este drama suficiente para que Florence sí se hubiese interesado al menos por una de estas mujeres.
Pero Florence fue aún más lejos. En un arranque literario conmovedor salió con una verdadera Oda a la Infidelidad. Como rara vez lo hace, en esta ocasión se apoyó en un imbatible pelotón de machos -Tolstói, Balzac, Stendhal, Flaubert, Proust, Kundera, Cortázar y Gabo- para reforzar su tesis primordial. "El amor es nómada, el amor es precario, es frágil, y el deseo es caprichoso, vagabundo y aventurero”. Yo pienso que en la delantera de ese equipo de cracks le faltaron dos italianos, tal vez más conocidos en Colombia que esos novelistas, algunos trasnochados. Por un lado, Nicola de Bari, que le puso melodía a esa idea tan poética de Il Cuore è uno Zingaro. Por el otro, Silvio Berlusconi, que también es picaflor y además confesó hace poco que es lesbiano.
Hay dos puntos con los que sigo confundido. El primero es el de los criterios para discernir los fragmentos del discurso patriarcal que hacen daño, y se deben erradicar, de aquellos que, como la infidelidad masculina, merecen impulso y apoyo. El segundo es no saber cuando se requiere, para explicar un incidente banal, salir a buscar sus raíces en los orígenes de la civilización. Esto lo digo porque para un asunto tradicional, milenario, de cuernos del esposo, me sorprendió que Florence diera un frenazo en el siglo XIX, y no fuera más atrás, hasta los clásicos. Ella siempre tan sensible, para derrumbarlos, a los “mitos ancestrales sobre la creación y las relaciones de poder” hubiera podido mencionar a Medea, esa mujer mítica que, ante una infidelidad de su marido Jasón, decidió vengarse, sacrificando a sus propios hijos.
Volviendo al presente, puede ser útil agrupar lo que dicen los datos sobre infidelidad en Colombia y preguntarse cándidamente quienes terminaron beneficiándose de la Carta a Robinson. Si los congéneres del destinatario, o las congéneres de Adriana, Sara y la remitente.
No vale la pena entrar en el árido debate sobre si estas diferencias tan marcadas entre ellos y ellas son el resultado de pulsiones naturales o algo impuesto por la cultura. Independientemente de su origen, el hecho es que en Colombia son más, muchos más, los hombres infieles que las mujeres. Con el indicador más directo -¿ha sido infiel?- la diferencia es abismal: ellas no llegan a la mitad de ellos que, a su vez, son más de la mitad de todos los colombianos. No se requiere ser muy perspicaz para señalar que la trivialización de la infidelidad, su velado estímulo, nos favorece más a nosotros, a los hombres.
En el triángulo Robinson-Adriana-Sara queda claro por qué no necesariamente a un hombre que reporta una infidelidad le corresponde siempre una mujer que lo haga. Si la hubiera visitado un encuestador, Sara no tenía razón para responder positivamente ninguna pregunta sobre cuernos. Ella simplemente tenía un romance con un hombre que le era infiel a la esposa. Lo que sí queda claro es que por cada infiel, hombre o mujer, hay una persona engañada, Adriana en este caso, que como mínimo se siente muy mal. O sea que la diferencia de infieles entre géneros, corresponde al número de mujeres víctimas de la infidelidad, cuya suerte ni siquiera ha sido compensada por una jugada equivalente de sus congéneres. Se trata, en síntesis, de malestar femenino neto, y en este caso masivo. Exactamente lo que desvela a Florence, que aquí patinó como pocas veces lo ha hecho. Ha sido su magno papayazo. Por un lado, le dio un espaldarazo a lo que las feministas pragmáticas de antes consideraban, de lejos, la principal cruz de muchas mujeres colombianas. Además, abrió una grieta por la cual, escarbando un poco, salen a la luz varias incoherencias y contradicciones del discurso flominista.