jueves, 26 de julio de 2012

Niña, juguemos a la guerra

Publicado en El Espectador, Julio 26 de 2012

Liliana recuerda que una mañana al salir a comprar lo del desayuno “me encontré con un camión del que bajaron dos hombres armados y me dijeron simplemente: súbase. Eso fue todo”. Al día siguiente en el campamento comprendió que no era la única menor reclutada. Ahora, “éramos parte de la guerrilla de las Farc … Acababa de empezar mi pesadilla. Cinco días después el comandante del campamento me violó”.

Anne Phillips, periodista de Foreign Affairs cuenta la historia de Atena, maltratada con frecuencia por su hermano. Tras una golpiza se escapó de la casa y llegó a un pueblo en donde Paco, un amable viejito, se le acercó para ofrecerle protección y aventuras si lo acompañaba a una finca. A las dos semanas, Atena supo que no podría irse de allí aunque quisiera. En ese momento no le importó. Al fin y al cabo su mamá nunca la defendió de las muendas y nadie la había invitado a un helado como hicieron los guerrilleros que estaban en la finca. Eso sin hablar de la posibilidad de integrar una nueva familia que prometía igualdad de género.

Atena se demoró en hablarle a la periodista de sus actividades nocturnas en el campamento, específicamente de sus obligaciones sexuales. “La mayoría de las mujeres reclutadas, independientemente de su edad, se ven obligadas a atender a los guerrilleros, en un esfuerzo por mantener la moral de la tropa y evitar el riesgo de seguridad que implican las aventuras amorosas con civiles”.

El caso no es excepcional. Así lo sugieren los resultados de una investigación de la Fundación Ideas para la Paz (FIP) basada en una encuesta a ex combatientes y próxima a publicarse. Buena parte de las desmovilizadas se iniciaron sexualmente, siendo niñas, en el grupo armado. El 43% de las mujeres ingresaron vírgenes a la organización, y entre estas, una mayoría lo hicieron antes de los 13 años. El fenómeno es más notorio en la guerrilla que en los paramilitares. En el ELN, por ejemplo, el 63% de las mujeres eran vírgenes al vincularse, en las FARC el 55% y en las AUC el 14%.

Si el reclutamiento de infantes fuera siempre forzado, como el de Liliana, tal vez sería más fácil saber cómo reaccionar –con fuerza pública y fiscales- que ante una vinculación como la de Atena, que vio en el grupo armado un eventual refugio contra la violencia en su hogar. Refiriéndose al levantamiento de los nasa, Salud Hernández anota que “es la región donde más menores de edad reclutan las Farc, sobre todo niñas, debido al maltrato y abusos sexuales que sufren en sus familias”.

Tan sólo el 9% de las desmovilizadas señala como principal razón para haber entrado al grupo armado la fuerza o el engaño; un 23% lo hizo buscando poder o protección –de las cuales, en el campo, casi las dos terceras partes huían de la violencia en sus hogares- y el 17% por puro gusto: por las armas, porque pensaron que sería una aventura,  por tener conocidos en el grupo o por amor y amistad.

No siempre el encargado de pescar las menores que se han volado de la casa es un anciano querido como Paco. Parece haber procedimientos más generalizados y sistemáticos de seducción. Varios datos de la misma encuesta apuntan en esa dirección. El abandono escolar, un factor determinante de ingreso a un grupo armado, difiere entre hombres y mujeres ex combatientes. Mientras la mayoría de los varones señalan que dejaron de estudiar por razones económicas, las mujeres aducen menos esa razón. Casi tan importante (22%) es la mención que dejaron la escuela para ingresar directamente a un grupo armado, un tránsito automático que reporta tan sólo el 6% de los varones.

Una de cada tres desmovilizadas aprendió a usar armas antes de hacer parte del grupo ilegal. Las campesinas, en promedio, supieron disparar dos años antes que los varones.  Y mientras para buena parte de ellos el inicio fue el servicio militar, la mitad de las mujeres de origen rural empuñó un arma por primera vez de la mano de un guerrillero. El gancho en las montañas de Colombia parece ser jugar a la guerra.


Estos datos son consistentes con una observación de Verdad Abierta: “para ganarse la confianza de los niños, subversivos no mayores de 20 años los llevan por momentos al monte para adiestrarlos en manejo de armas". Por eso María, una madre de familia de la zona rural de Rovira, no quiere que sus hijos “cambien el lápiz y los cuadernos por el monte y los fusiles”.

Difícil saber, de los 13 infantes que en Mayo de este año la guerrilla se llevó de varios colegios de Puerto Guzmán en el Putumayo, cuantos habrían sido previamente persuadidos. En todo caso, cuesta trabajo imaginar que las rutinas concretas de reclutamiento no forzado de menores para el conflicto se basen en extensas y sesudas argumentaciones históricas sobre la explotación desde la colonia, o el problema agrario sin resolver. La periodista de Foreign Affairs describe una mecánica bastante ligth pero tal vez más realista, muy similar a las de las maras y pandillas en Centroamérica. A ellas les prometen que ya no habrá más abusos, o directamente las seducen con los fierros. A ellos los atraen “prometiéndoles una motocicleta, un celular, ropa cool, y todo lo que les ayude a levantar novia”.

Con algo de audacia se  podría proponer que las niñas campesinas jueguen a la guerra con la fuerza pública. Violeta recuerda que tal estrategia tiene sus bemoles, pues es una actividad bastante regulada. “Fíjese que un día unos hombres uniformados, pero no del Ejército, interrumpieron la clase en el colegio. Entraron al salón y uno abrió una lista que tenía y leyó el nombre de las niñas que debían irse del pueblo o dejar de salir con los policías si querían seguir vivas”.

miércoles, 18 de julio de 2012

Rosa Elvira Cely, el elefante y el gusano


Publicado en El Espectador, Julio 19 de 2012

Uno de los cuentos del colegio era que para el examen de biología, Jaimito sólo se sabía bien el tema del gusano. Cuando le preguntaron sobre el elefante, tranquilamente respondió: “es un animal que vive en la tierra, en la tierra hay muchos gusanos, el gusano bla, bla …”

Tras el horroroso asesinato de Rosa Elvira Cely en el Parque Nacional la inquietud apabullante es por qué un tipo con tales antecedentes conocidos por la justicia –asesinato de una mujer a machetazos y abuso de dos hijastras- andaba suelto. En Colombia hay razones para la impunidad difíciles de corregir, como la no denuncia, la deficiente investigación o las amenazas a los jueces. En este caso, sin embargo, para evitar una nueva víctima bastaba con no dejar libre a un asesino ya detenido. La pregunta del millón, el enorme elefante que quedó planteado con el atroz incidente, es simple: ¿por qué la justicia colombiana deja libre a un detenido con alta probabilidad de reincidir en sus crímenes? ¿Cuál fue la verdadera falla detrás del atroz asesinato de esta mujer?

Algunos grupos feministas se las arreglaron para reaccionar trayendo a colación el gusano de siempre: las luchas de género. El mismo gusano baboso que sale a relucir con cualquier señal de machismo y con el que se pretende convertir a Javier Velasco en otro símbolo del peligroso colectivo masculino. La nueva enmienda a los códigos para prevenir la violencia contra las mujeres, la ley Rosa Elvira, hablará de feminicidio para “decirles a los hombres que no se pueden salir con la suya, que agredir a una mujer sí es muy grave”. Eso fue lo que aparentemente faltó para atajar a Javier Velasco, un tipo común, un amigo más.

La tendencia a irse por las ramas y hacer proselitismo con el gusano no es capricho de unas cuantas activistas. De las cumbres académicas nos recuerdan que es un desacierto considerar el caso de Rosa Elvira Cely como excepcional. La explicación y la solución deben ser colectivas. El castigo hace parte de una ideología conservadora y “cambiar la cultura de un país es la utopía con la que de verdad vale la pena soñar”.

Los dilemas penales protuberantes tras este asesinato, los elefantes de la inimputabilidad y la reincidencia, no llaman la atención. Quedan sepultados por la misma agenda política ubicua y ambiciosa: erradicar el machismo. Más pertinente que evitar muertes corrigiendo entuertos judiciales específicos es ponerse a la par con los países latinoamericanos que ya llevaron el feminicidio al código penal y tomar conciencia de que nos toca transformarnos culturalmente. 

Difícil entender qué aporta a la comprensión de la violencia de género, y a proteger a víctimas como Rosa Elvira, meter en el mismo paquete a Javier Velasco con los dos o tres millones de hombres comunes y corrientes que han agredido físicamente a su pareja en Colombia.

Un detallado estudio para Bogotá y Pereira suministra información sobre los atacantes sexuales, algunos de los cuales son homicidas o combinan las violaciones con otros delitos. A pesar de que las tasas de reincidencia del 14%  son apenas superiores a las de otros países, y no parecen excesivas, el riesgo que representan los delincuentes sexuales seriales es considerable. El prontuario del presunto abusador de 60 jovencitas que se hacía pasar por niña en facebook palidece ante el de un violador con 220 damnificadas. De Javier Velasco se conocen hasta el momento cinco víctimass, o sea que se puede considerar atacante en serie. Además, desde antes del crimen del Parque Nacional, hacía parte del violento tercio que busca silenciar o eliminar a sus víctimas, también reincidiendo.


El gusano doctrinario es tan insólito que una de sus promotoras alcanzó a manifestar sorpresa por la marcha de protesta luego del asesinato y a afirmar que sólo se dio gracias a las mujeres “comprometidas con las luchas de género”. Ignoró que en un país tan violento como Colombia el rechazo a los atacantes sexuales se da hasta en sitios insospechados, repletos de machos violentos. Como anota uno de ellos, con 21 agresiones judicializadas, “a todos los que estamos por delitos sexuales nos va muy mal en las cárceles, por eso es mejor estar solo”.

No he podido encontrar la cifra de asesinos o violadores que quedan libres por inimputables en el país. Para algunos estados norteamericanos se sabe que las defensas basadas en ese alegato constituyen menos  del 1% de los juicios por crímenes graves, y que las absoluciones que se logran son menos de la tercera parte de esos casos. A pesar de esa baja participación, en las encuestas la opinión pública norteamericana se opone de manera mayoritaria a la absolución por inimputabilidad, no sólo por razones retributivas sino utilitaristas: lo que gana un solo individuo es poco con respecto al daño que le puede hacer a la sociedad. Eso lo dejó bien claro el asesino del Parque Nacional.

Conozco personas que dejaron de ser practicantes católicos a raiz del desacertado sermón del cura en el entierro de un familiar. Encontraron insoportable la falta de respeto y consideración con la gente afectada por el deceso. No toleraron el recurso al mismo gusano, la insistencia en que es mejor estar en el más allá que seguir viviendo, el proselitismo por encima de la empatía. Las reacciones más visibiles ante el asesinato de Rosa Elvira, y la justificación de un proyecto de ley en su honor, adolecen de esa misma falta de consideración con las víctimas directas. Cuesta trabajo imaginar que la familia Cely se sienta comprendida y apoyada con la peregrina sugerencia de que a Rosa Elvira no le ocurrió nada extraordinario, que eso es pan de cada día. El dogmatismo no es buen aliado de la compasión. A mí no me cabe duda que más que el gusano ideológico del patriarcado lo que los debe estar atormentando es que, sin saberlo, Rosa Elvira tenía como compañero de estudios a un violador y asesino puesto en libertad por la justicia.

No es fácil predecir cual será la respuesta de Javier Velasco –o de sus similares en el futuro- ante una ley que tipifique el feminicidio, pero me temo que poco les importará. Lo que sí me preocupa es el impacto perverso que esta retórica centrada en el cambio cultural pueda tener sobre los operadores del sistema judicial colombiano; esos mismos personajes que, despistados a más no poder, dejaron salir de la cárcel, por inimputable, a un atacante sexual y homicida que, como era fácil prever, reincidió. Si no se corrige esa vertiente tan lamentable de la impunidad el peligroso elefante seguirá haciendo estragos, a pesar de las nuevas leyes y del gusano del machismo. 






jueves, 12 de julio de 2012

Sobrepeso a la colombiana


Publicado en El Espectador, Julio 12 de 2012

Alejandra Azcárate dio papaya al burlarse de la gordura femenina. Todo el mundo le cayó encima: hueca, sin valores, bruta, flaca de ideas, oportunista, cursi, frívola, abusiva, cobarde, agresiva, malcriada, superficial, hiriente, venenosa, tóxica.

A quien se define como flacuchenta le criticaron con razón no saber de lo que estaba hablando. El primer descache fue ignorar que la silueta Botero o Rubens es casi mayoritaria en el país. El 45% de las colombianas que respondieron el Sensor Yanbal 2012 señalan tener sobrepeso. No a todas las mujeres les interesa ser modelos, así es que el sermón de una flaca mitad jocosa mitad regañona sacó de quicio a más de una.

Sobre los perjuicios de la gordura para la salud -algo que no preocupó a la Azcárate, sensible sólo a la pinta- no vale la pena extenderse, salvo anotar que el expediente de riesgos contemporáneos, desde el cigarrillo hasta el celular, no cesa de aumentar. A tal punto que, en la actualidad, las colombianas no establecen ninguna asociación entre los achaques de su cuerpo y el sobrepeso. Para quienes consideran que su estado de salud es malo, la proporción con sobrepeso es del 28%. Entre las que se sienten al pelo, el porcentaje aumenta al 40%. O sea que el “cuerpo liviano, ágil y elástico” como el de Alejandra está lejos de ser una condición necesaria para sentirse saludable.

No acierta la actriz al afirmar que el sobrepeso femenino se maneja con el desparpajo y la pedantería con los que ella alardea de su figura. Una de cada tres de las mujeres con exceso de peso está haciendo dieta, contra una de cada diez entre las demás. Tampoco atina al señalar que las pasadas de kilos “convierten su figura en su mayor factor de seguridad”.  Sólo 7% de las mujeres con peso normal se sienten insatisfechas con su apariencia personal, la cifra sube al 18% entre las que se sienten gordas.

Una imprecisión de la Azcárate fue atribuír el sobrepeso femenino sólo a la genética y a los malos hábitos alimenticios. Medio evocando a una famosa feminista sugirió que la mujer no nace sino que se hace gorda y que por eso debe cuidar no tanto la tiroides como la “mueloides”. Este despiste se entiende con una de las confesiones públicas que ha hecho quien, a pesar de fungir de progenitora de imagen, no tiene ni idea lo que es ser madre. En Colombia, el factor que en mayor medida ayuda a explicar el sobrepeso femenino es el haber dado a luz. La probabilidad  de que una madre se sienta por encima del peso ideal es el doble a la de una mujer de sus mismas características pero sin prole. El tamaño de la familia importa menos, lo que deja marca es el primer embarazo.
Fuera de los hijos, dentro de las variables disponibles en esta encuesta, ninguna se asocia con una mayor masa corporal femenina. Parecen contribuír a controlar el peso la soltería, los estudios después del bachillerato y, tal vez por la mejor salsa del mundo, vivir en Cali. Filtrando por el nivel educativo, el estrato económico no afecta, como tampoco lo hace la participación laboral. A pesar de lo que recomiendan los hiperactivos, hacer deporte –una afición poco femenina- no altera mucho esos kilos de más.

En contra de lo que entre líneas sugiere Alejandra, el sobrepeso no conlleva mayores consecuencias sobre la vida de pareja. Con menos cuernos pero un poco más celosas, las gordas se declaran tan satisfechas con su vida sexual como las demás, reciben el mismo apoyo en las tareas del hogar y, siendo menos infieles, las celan por igual. Tampoco se diferencian por el maltrato que reciben de su pareja. El sobrepeso no afecta la percepción de haberse sentido alguna vez discriminada como mujer, a pesar de que la insatisfacción con la apariencia personal sí multiplica por tres esos chances. 

Un dato curioso es que la importancia del peso sobre la conformidad con la apariencia física es diferente por géneros. Mientras que para algunas de ellas los kilos disminuyen la satisfacción con la figura, a ellos lo que les preocupa es estar demasiado flacos.

La suficiencia de la columna no le resta a la Azcárate el acierto en un punto clave sobre las gordas: “en el sexo se desinhiben con facilidad … tienden a estar tan seguras de ellas mismas que se convierten en grandes amantes”. En promedio, las colombianas con más peso en la cola, aquí literalmente, preferirían tener dos valiosos polvos más al mes que las flacuchas como Alejandra, que tal vez optan por jadear en el gimnasio. En mayor proporción, consideran que la mujer debe tener la iniciativa para las relaciones sexuales y dentro del reducido grupo de mujeres que quisieran tener sexo a diario, las que tienen kilos extras constituyen una aplastante mayoría cuando jóvenes y conservan el liderazgo del deseo en todas las edades hasta la menopausia.

Esta encuesta no da información sobre la frecuencia efectiva de relaciones sexuales, sólo la que se considera deseable. Pero como el sobrepeso no afecta la satisfacción con la vida sexual, se puede sospechar que en Colombia las gordas tiran más. Eso es lo que se ha encontrado recientemente en otros países. Un estudio basado en una encuesta a cerca de ocho mil mujeres en los EEUU, señala que las pasadas de kilos reportan más encuentros sexuales a lo largo de su vida que las demás. Entre los tres grupos de mujeres con distinta masa corporal no se perciben mayores diferencias en las principales variables demográficas o sociales. En las de peso superior hay menor proporción de vírgenes y la frecuencia de sexo en el último mes es levemente superior. No aparecen diferencias en cuanto a orientación sexual y, como en Colombia, reportan menos infidelidad. También se encuentra  que “una mayor proporción de mujeres con peso normal son nulíparas” y que el sobrepeso y la obesidad afectan sobre todo a quienes tienen hijos.

Virginia Mayer, “una gorda hermosa que folla a la carta”, le escribió indignada una respuesta a la Azcárate y obtuvo un respaldo masivo. A la flaca, que se jacta de no ser feminista sino realista, se le armó la gorda por no darse cuenta de que estaba insultando a unas madres.


miércoles, 4 de julio de 2012

Tareas domésticas y llanto infantil

Publicado en El Espectador, Julio 5 de 2012

A sus seis años, mi hija menor me hizo una observación. “Yo quiero más a mamá, pero a veces prefiero estar contigo. Tú no me pides todo el tiempo que ordene mis cosas”.

Un colega a quien nadie calificaría de ventajista me contó por qué no lava los baños. “Antes lo hacía. Pero con mi esposa acordamos que no valía la pena. Según ella siempre me quedan tan mal lavados que le toca volver a hacerlo”.

A pesar de los avances en acceso a la educación, o del aumento en la participación laboral femenina, en Colombia las tareas domésticas siguen mayoritariamente a cargo de la mujer. En el 72% de los hogares encuestados para el Sensor Yanbal 2012 cocinar es una responsabilidad femenina y sólo en el 7% lo hace él. Para el aseo, las cifras respectivas son 62% y 8%. Por estratos, el compromiso masculino no cambia pero a mayor nivel la mujer va delegando las cargas en una empleada.

Las labores en la casa vienen en bloque. Se trata de un paquete liderado por la verdadera faena: el cuidado de los hijos. Estos datos sugieren que es la supervisión de la prole lo que determina la división del trabajo en el hogar. La persona que asume la responsabilidad de los niños es normalmente quien hace las demás tareas domésticas. 
Por varias décadas el feminismo logró erradicar cualquier mención de diferencias naturales entre mujeres y hombres para la crianza. La maternidad es una construcción cultural dictaminaron quienes, sin tener hijos, adornaron semejante desatino con arandelas como el embrutecimiento de quienes se dedicaban a ser mamás. Una nueva generación de investigadoras, motivadas precisamente por entender los monumentales cambios hormonales, físicos, mentales y comportamentales que enfrentaron con el embarazo, el parto, la lactancia y esa peculiar e intensa relación con sus hijos está volviendo a poner orden en el reguero doctrinario que dejaron sus combativas antecesoras. Marian Diamond, respetada neuroanatomista, y una de las decanas de este grupo, cuenta que “cuando tuve mi primer hijo en los brazos, mi hipotálamo me dijo: es por esto que estás aquí”. Kerstin Uvnas-Moberg, endocrinóloga sueca, dejó de interesarse por los jugos gástricos para dedicarse a la oxitocina al tomar conciencia de la radical transformación de sus conductas tras cuatro hijos.

Agradecidas con el feminismo que les allanó el camino para formarse e investigar temas antes vedados, equipadas con la tecnología que revolucionó el estudio del cerebro, este grupo de científicas está cambiando la comprensión de la maternidad empezando por recuperar realidades básicas –por ejemplo que somos mamíferos- que una élite intelectual anti darwinista pretendió ignorar. 

En las mujeres, las imágenes cerebrales muestran reacciones similares al evocar la persona amada o los hijos. Además, se activan las mismas zonas afectadas –el centro de placer- de los consumidores de drogas. Anotar que las mujeres son adictas a su prole es más que una metáfora. No sorprende que la época más propicia para que fumadoras, alcohólicas o drogadictas cambien sus hábitos es alrededor del embarazo y el parto: un clavo saca otro clavo.

¿Qué tiene que ver el cerebro de las madres con la división del trabajo doméstico? La conjetura es simple: la supervivencia del recién nacido depende de su alimentación y de evitar enfermedades. Poner en marcha esas antenas sería el paso crucial de la mujer para tomar control de lo que se come, y de la limpieza del hogar.

La imágenes cerebrales de madres oyendo llorar a sus hijos, muestran efectos sobre las mismas regiones activadas excesivamente en personas que padecen de trastorno obsesivo compulsivo (TOC), o sea que viven en estado de alerta contra las pequeñas amenazas del ambiente cercano. Además, entre las mujeres con TOC se ha encontrado como factor de riesgo ser casada con hijos y una de las manifestaciones más comunes es la obsesión por la limpieza.

Más que el mercado laboral, algo recientísimo en el horizonte de la evolución, la reacción ante el llanto del bebé podría ser el precursor de los desequilibrios en el reparto de tareas domésticas. El peculiar reflejo de moverse hacia donde se sabe que habrá problemas en lugar de alejarse es una de las reacciones que los seres humanos, y con peculiar intensidad las madres, comparten con los mamíferos. Y en ese comportamiento se observa un cambio radical después de haber dado a luz. En los hombres, la respuesta es distinta. Mientras ellas reaccionan con las zonas más antiguas y emotivas del cerebro, los padres lo hacen con el cortex, pensando y planeando lo que se puede hacer. El proceso paterno depende de múltiples consideraciones y toma más tiempo que la reacción automática de la madre.

En lugar de la visión conspirativa que las responsabilidades en el hogar son una consecuencia del desequilibrio de poder en la sociedad –cuando el reparto de labores para la crianza es universal, ancestral y similar en muchas especies- es más parsimonioso plantear que los hombres, y en general los machos, somos torpes en detectar ciertos peligros para los bebés. Alertas tan sólo al ataque de depredadores externos, nos colinchamos en los sofisticados mecanismos maternales para evitar otras amenazas a la supervivencia infantil. En ese paquete se cuela luego todo lo doméstico: supervisión, cocina, aseo, lavado. Más que explotadores, somos unos gorrones, unos zánganos, que aprovechamos esa diferencia básica en lo que se percibe soportable o peligroso del entorno inmediato. El lema sería algo como “a quien le preocupe más ese inconveniente, que se haga cargo”.

Esta visión del reparto de tareas no implica considerarlo inmodifiable, ni justificar la sobrecarga femenina. Por el contrario, puede ser sugestiva en soluciones factibles. En lugar de esperar al nuevo hombre transformado por una cultura más igualitaria, la mamá trabajadora contemporánea debería preocuparse ante todo por establecer unos turnos rigurosos para atender a esa criatura que no cesa de llorar. La hipótesis es que si se logra un reparto equitativo en esa responsabilidad primitiva y esencial lo demás llega por añadidura.