Publicado en El Espectador, Julio 19 de 2012
Uno de los
cuentos del colegio era que para el examen de biología, Jaimito sólo se sabía
bien el tema del gusano. Cuando le preguntaron sobre el elefante, tranquilamente
respondió: “es un animal que vive en la tierra, en la tierra hay muchos
gusanos, el gusano bla, bla …”
Tras el
horroroso asesinato de Rosa Elvira Cely en el Parque Nacional la inquietud
apabullante es por qué un tipo con tales antecedentes conocidos por la justicia
–asesinato de una mujer a machetazos y abuso de dos hijastras- andaba suelto. En
Colombia hay razones para la impunidad difíciles de corregir, como la no
denuncia, la deficiente investigación o las amenazas a los jueces. En este
caso, sin embargo, para evitar una nueva víctima bastaba con no dejar libre a
un asesino ya detenido. La pregunta del millón, el enorme elefante que quedó planteado
con el atroz incidente, es simple: ¿por qué la justicia colombiana deja libre a
un detenido con alta probabilidad de reincidir en sus crímenes? ¿Cuál fue la
verdadera falla detrás del atroz asesinato de esta mujer?
Algunos
grupos feministas se las arreglaron para reaccionar trayendo a colación el
gusano de siempre: las luchas de género. El mismo gusano baboso que sale a
relucir con cualquier señal de machismo y con el que se pretende convertir a
Javier Velasco en otro símbolo del peligroso colectivo masculino. La nueva
enmienda a los códigos para prevenir la violencia contra las mujeres, la ley
Rosa Elvira, hablará de feminicidio para “decirles a los hombres que no se
pueden salir con la suya, que agredir a una mujer sí es muy grave”. Eso fue lo
que aparentemente faltó para atajar a Javier Velasco, un tipo común, un amigo
más.
La
tendencia a irse por las ramas y hacer proselitismo con el gusano no es
capricho de unas cuantas activistas. De las cumbres académicas nos recuerdan
que es un desacierto considerar el caso de Rosa Elvira Cely como excepcional.
La explicación y la solución deben ser colectivas. El castigo hace parte de una
ideología conservadora y “cambiar la cultura de un país es la utopía con la que
de verdad vale la pena soñar”.
Los
dilemas penales protuberantes tras este asesinato, los elefantes de la
inimputabilidad y la reincidencia, no llaman la atención. Quedan sepultados por
la misma agenda política ubicua y ambiciosa: erradicar el machismo. Más pertinente
que evitar muertes corrigiendo entuertos judiciales específicos es ponerse a la
par con los países latinoamericanos que ya llevaron el feminicidio al código
penal y tomar conciencia de que nos toca transformarnos culturalmente.
Difícil
entender qué aporta a la comprensión de la violencia de género, y a proteger a
víctimas como Rosa Elvira, meter en el mismo paquete a Javier Velasco con los dos
o tres millones de hombres comunes y corrientes que han agredido físicamente a
su pareja en Colombia.
Un
detallado estudio para Bogotá y Pereira suministra información sobre los
atacantes sexuales, algunos de los cuales son homicidas o combinan las violaciones
con otros delitos. A pesar de que las tasas de reincidencia del 14% son apenas superiores a las de otros
países, y no parecen excesivas, el riesgo que representan los delincuentes
sexuales seriales es considerable. El prontuario
del presunto abusador de 60 jovencitas que se hacía pasar por niña en facebook
palidece ante el de un violador con 220 damnificadas. De Javier Velasco se
conocen hasta el momento cinco víctimass, o sea que se puede considerar
atacante en serie. Además, desde antes del crimen del Parque Nacional, hacía
parte del violento tercio que busca silenciar o eliminar a sus víctimas,
también reincidiendo.
El gusano
doctrinario es tan insólito que una de sus promotoras alcanzó a manifestar sorpresa por la
marcha de protesta luego del asesinato y a afirmar que sólo se dio gracias a
las mujeres “comprometidas con las luchas de género”. Ignoró que en un país tan
violento como Colombia el rechazo a los atacantes sexuales se da hasta en
sitios insospechados, repletos de machos violentos. Como anota uno de ellos,
con 21 agresiones judicializadas, “a todos los que estamos por delitos sexuales
nos va muy mal en las cárceles, por eso es mejor estar solo”.
No he
podido encontrar la cifra de asesinos o violadores que quedan libres por
inimputables en el país. Para algunos estados norteamericanos se sabe que las
defensas basadas en ese alegato constituyen menos del 1% de los juicios por crímenes graves, y que las
absoluciones que se logran son menos de la tercera parte de esos casos. A pesar
de esa baja participación, en las encuestas la opinión pública norteamericana
se opone de manera mayoritaria a la absolución por inimputabilidad, no sólo por
razones retributivas sino utilitaristas: lo que gana un solo individuo es poco
con respecto al daño que le puede hacer a la sociedad. Eso lo dejó bien claro
el asesino del Parque Nacional.
Conozco
personas que dejaron de ser practicantes católicos a raiz del desacertado sermón
del cura en el entierro de un familiar. Encontraron insoportable la falta de
respeto y consideración con la gente afectada por el deceso. No toleraron el
recurso al mismo gusano, la insistencia en que es mejor estar en el más allá
que seguir viviendo, el proselitismo por encima de la empatía. Las reacciones
más visibiles ante el asesinato de Rosa Elvira, y la justificación de un
proyecto de ley en su honor, adolecen de esa misma falta de consideración con
las víctimas directas. Cuesta trabajo imaginar que la familia Cely se sienta
comprendida y apoyada con la peregrina sugerencia de que a Rosa Elvira no le
ocurrió nada extraordinario, que eso es pan de cada día. El dogmatismo no es
buen aliado de la compasión. A mí no me cabe duda que más que el gusano
ideológico del patriarcado lo que los debe estar atormentando es que, sin
saberlo, Rosa Elvira tenía como compañero de estudios a un violador y asesino puesto
en libertad por la justicia.
No es
fácil predecir cual será la respuesta de Javier Velasco –o de sus similares en
el futuro- ante una ley que tipifique el feminicidio, pero me temo que poco les
importará. Lo que sí me preocupa es el impacto perverso que esta retórica centrada
en el cambio cultural pueda tener sobre los operadores del sistema judicial
colombiano; esos mismos personajes que, despistados a más no poder, dejaron
salir de la cárcel, por inimputable, a un atacante sexual y homicida que, como
era fácil prever, reincidió. Si no se corrige esa vertiente tan lamentable de
la impunidad el peligroso elefante seguirá haciendo estragos, a pesar de las
nuevas leyes y del gusano del machismo.