Publicado en El Espectador, Julio 5 de 2012
A sus seis años, mi hija menor me hizo una
observación. “Yo quiero más a mamá, pero a veces prefiero estar contigo. Tú no
me pides todo el tiempo que ordene mis cosas”.
Un colega a quien nadie calificaría de ventajista
me contó por qué no lava los baños. “Antes lo hacía. Pero con mi esposa
acordamos que no valía la pena. Según ella siempre me quedan tan mal lavados
que le toca volver a hacerlo”.
A pesar de los avances en acceso a la educación, o
del aumento en la participación laboral femenina, en Colombia las tareas
domésticas siguen mayoritariamente a cargo de la mujer. En el 72% de los
hogares encuestados para el Sensor
Yanbal 2012 cocinar es una responsabilidad femenina y sólo en el 7% lo hace
él. Para el aseo, las cifras respectivas son 62% y 8%. Por estratos, el
compromiso masculino no cambia pero a mayor nivel la mujer va delegando las
cargas en una empleada.
Las labores en la casa vienen en bloque. Se trata
de un paquete liderado por la verdadera faena: el cuidado de los hijos. Estos
datos sugieren que es la supervisión de la prole lo que determina la división
del trabajo en el hogar. La persona que asume la responsabilidad de los niños
es normalmente quien hace las demás tareas domésticas.
Por varias décadas el feminismo logró erradicar
cualquier mención de diferencias naturales entre mujeres y hombres para la
crianza. La maternidad es una construcción cultural dictaminaron quienes, sin
tener hijos, adornaron semejante desatino con arandelas como el embrutecimiento
de quienes se dedicaban a ser mamás. Una nueva generación de investigadoras,
motivadas precisamente por entender los monumentales cambios hormonales,
físicos, mentales y comportamentales que enfrentaron con el embarazo, el parto,
la lactancia y esa peculiar e intensa relación con sus hijos está volviendo a
poner orden en el reguero doctrinario que dejaron sus combativas antecesoras. Marian
Diamond, respetada neuroanatomista, y una de las decanas de este grupo,
cuenta que “cuando tuve mi primer hijo en los brazos, mi hipotálamo me dijo: es
por esto que estás aquí”. Kerstin
Uvnas-Moberg, endocrinóloga sueca, dejó de interesarse por los jugos
gástricos para dedicarse a la oxitocina al tomar conciencia de la radical
transformación de sus conductas tras cuatro hijos.
Agradecidas con el feminismo que les allanó el
camino para formarse e investigar temas antes vedados, equipadas con la tecnología
que revolucionó el estudio del cerebro, este grupo de científicas está
cambiando la comprensión de la maternidad empezando por recuperar realidades
básicas –por ejemplo que somos mamíferos- que una élite intelectual anti
darwinista pretendió ignorar.
En las mujeres, las imágenes cerebrales muestran
reacciones similares al evocar la persona amada o los hijos. Además, se activan
las mismas zonas afectadas –el centro de placer- de los consumidores de drogas.
Anotar que las mujeres son adictas a su prole es más que una metáfora. No
sorprende que la época más propicia para que fumadoras, alcohólicas o
drogadictas cambien sus hábitos es alrededor del embarazo y el parto: un clavo
saca otro clavo.
¿Qué tiene que ver el cerebro de las madres con la
división del trabajo doméstico? La conjetura es simple: la supervivencia del
recién nacido depende de su alimentación y de evitar enfermedades. Poner en
marcha esas antenas sería el paso crucial de la mujer para tomar control de lo
que se come, y de la limpieza del hogar.
La imágenes cerebrales de madres oyendo llorar a
sus hijos, muestran efectos sobre las mismas regiones activadas
excesivamente en personas que padecen de trastorno obsesivo compulsivo (TOC), o
sea que viven en estado de alerta contra las pequeñas amenazas del ambiente
cercano. Además, entre las mujeres con TOC se ha encontrado como
factor de riesgo ser casada con hijos y una de las manifestaciones más comunes
es la obsesión por la limpieza.
Más que el mercado laboral, algo recientísimo en el
horizonte de la evolución, la reacción ante el llanto del bebé podría ser el
precursor de los desequilibrios en el reparto de tareas domésticas. El peculiar
reflejo de moverse hacia donde se sabe que habrá problemas en lugar de alejarse
es una de las reacciones que los seres humanos, y con peculiar intensidad las
madres, comparten con los mamíferos. Y en ese comportamiento se observa un
cambio radical después de haber dado a luz. En los hombres, la respuesta es
distinta. Mientras ellas reaccionan con las zonas más antiguas y emotivas del
cerebro, los padres lo hacen con el cortex, pensando y planeando lo que se
puede hacer. El proceso paterno depende de múltiples consideraciones y toma más
tiempo que la reacción automática de la madre.
En lugar de la visión conspirativa que las
responsabilidades en el hogar son una consecuencia del desequilibrio de poder
en la sociedad –cuando el reparto de labores para la crianza es universal, ancestral
y similar en muchas especies- es más parsimonioso plantear que los hombres, y
en general los machos, somos torpes en detectar ciertos peligros para los bebés.
Alertas tan sólo al ataque de depredadores externos, nos colinchamos en los
sofisticados mecanismos maternales para evitar otras amenazas a la
supervivencia infantil. En ese paquete se cuela luego todo lo doméstico:
supervisión, cocina, aseo, lavado. Más que explotadores, somos unos gorrones,
unos zánganos, que aprovechamos esa diferencia básica en lo que se percibe soportable
o peligroso del entorno inmediato. El lema sería algo como “a quien le preocupe
más ese inconveniente, que se haga cargo”.
Esta visión del reparto de tareas no implica
considerarlo inmodifiable, ni justificar la sobrecarga femenina. Por el
contrario, puede ser sugestiva en soluciones factibles. En lugar de esperar al
nuevo hombre transformado por una cultura más igualitaria, la mamá trabajadora contemporánea
debería preocuparse ante todo por establecer unos turnos rigurosos para atender
a esa criatura que no cesa de llorar. La hipótesis es que si se logra un
reparto equitativo en esa responsabilidad primitiva y esencial lo demás llega
por añadidura.