Publicado en El Espectador, Junio 28 de 2012
Llamaré Marina a una extraordinaria taxista
bogotana que conocí hace unas semanas. Nuestra charla empezó con un comentario
mío sobre lo raro que sigue siendo ese oficio para una mujer. “Es que nos
asustan. Pero fíjese: desde que instalé el sistema de alarma, ni siquiera me
toca analizar la cara del pasajero”.
Marina era profesora de idiomas pero pudo más su
temprana vocación por la mecánica. El papá también fue taxista y ella, aún en
el colegio, hacía turnos cortos por las tardes. Desde pequeña ayudó en la
tienda de la mamá, y ambas veían el taxi como un activo del negocio. Siempre
fue claro en la familia que un vehículo es más una herramienta que un bien de consumo.
Se casó joven. Cuando con los primeros ahorros su
esposo, también profesor, le propuso que se compraran un carro ella le dijo que
no quería una máquina que sólo generara gastos. “Mejor un taxi”, sentenció. Por
varios años contrató choferes y siguió dictando clases. Un día, aburrida del
incumplimiento de los conductores y los alumnos, pensó que si se encargaba del vehículo
podría mejorar los ingresos, subirse el ánimo, conocer gente, ser más autónoma
y, sobre todo, tener más tiempo para ella y sus hijas. No se arrepiente. Maneja
la casa, y su vida, con el taxi. "Entre dos carreras puedo parar donde
venden el mejor pan, me conozco las especialidades de todas las carnicerías ...
Siempre sé dónde hay promoción de jabones. Transporto a mi esposo en pico y
placa, recojo a mis hijas en el colegio y llego temprano a la casa para pintar,
que es lo que realmente me gusta hacer". Para los gastos no tiene que
esperar la quincena. Y los días buenos, cuando le sobra plata, invita al esposo
a una heladería. "Imagínese, hasta puedo mantener el romance, como cuando éramos
novios”.
Esta elocuente taxista ha logrado lo que la mayoría
de colombianas quisieran: un
actividad con jornada maleable, para combinar lo laboral con lo familiar y lo
extra curricular. Sin importar la edad, el estrato, si trabajan o no, el nivel
educativo, el lugar donde viven, el estado civil, el número de hijos o la ayuda
doméstica, más del 60% de las mujeres en el país manifiestan que les gustaría
un trabajo de medio tiempo. Sólo el 7% lo tienen, pero muchas más lo desean. Este
resultado del Sensor
Yanbal 2012 sorprende pues va en contravía de lo que progresivamente se
impuso como dogma, que el trabajo libera. La ley de Marina -un corolario de la
ley de Pambelé- es simple: para hacer lo que a uno le place, es mejor trabajar
menos que trabajar más. A los varones colombianos, poco atentos a la prole, tal
vez menos versátiles, no les preocupa tanto como a ellas marcar tarjeta para
dedicarle toda su atención, su energía y sus mejores años a la condena laboral.
Es probable que esa sensación de tener firmemente
en las manos –como el timón del taxi- las riendas de su vida sea lo que hace de
Marina una persona tan positiva y optimista. En la media hora que conversamos
no se quejó ni una sola vez. No mencionó la palabra acoso, ni la
discriminación, ni el techo de cristal, ni la inseguridad, ni el desempleo
profesional, ni la violencia machista, ni siquiera habló mal del Procurador. En
el inhóspito territorio de las calles bogotanas, donde las reglas las imponen a
la brava los machos –choferes, guardaespaldas en burbuja, motociclistas,
pilotos de ambulancia, contratistas, atracadores, policías- ella se mueve
tranquila. Nada la asusta, nada la amarga, nada la indigna.
La familia, bajo el liderazgo de Marina, está llena
de planes: una exposición de sus pinturas, una maestría del esposo, los
estudios de estadística en la Nacional con los que sueña desde los trece años
la hija mayor, o los de arte la menor. Ni siquiera la visa que le negó el
gobierno suizo a su brillante primogénita para visitar una tía y aprender a
esquiar logró amilanarla.
No hablamos de política, pero seguramente algunos
tildarían a Marina de conservadora. Se adaptó como pudo a un entorno agreste.
No sueña con otro planeta para realizarse como persona, ni mucho menos pretende
señalarle a otras la ruta hacia la utopía. Se ha centrado en fijarse objetivos
factibles, calcular sus chances y solucionar uno a uno los problemas concretos
que enfrentan ella o su familia.
Al bajarme del taxi Marina me dio las gracias por
mi curiosidad. Desde entonces no he dejado de preguntarme cuál es la fórmula
para esa seguridad tan rotunda y sin fisuras, para ese verdadero
empoderamiento. El optimismo irreductible es tal vez lo que está detrás de su
capacidad para asumir riesgos y sentirse bien en su pellejo. Ver el lado bueno de las
cosas, sin ingenuidad ni obstinación, es un poderoso motor de la acción. La
confianza en sí misma es una capacidad que adquirió temprano y supo mantener.
El arreglo económico que tiene con su esposo es insuperable. Él aporta los
recursos frescos del sueldo y ella maneja, literalmente, los ahorros. Está
diversificado el riesgo y las hijas están protegidas contra eventuales deslices
o sucursales.
Sería inadecuado anotar que se trata de una mujer
que creció en medio de privilegios. Por el contrario, cualquier ONG extranjera
se escandalizaría con esos antecedentes de explotación laboral. Marina trabajó
desde niña en el comercio minorista y apenas pudo en el transporte público. Lo
adecuado, dicen, hubiera sido limitarle el tiempo libre a las tareas escolares
y a los juegos, para que soñara con un mundo mejor.
Un estudio sobre mujeres
laboralmente exitosas en los EEUU señala que la mayoría de ellas recuerda haber
tenido desde la infancia distintas responsabilidades, además de las domésticas,
hoy tan estigmatizadas. Durante el bachillerato, casi la totalidad combinó sus
estudios con trabajos remunerados como cuidar niños, hacer la limpieza o dar
clases. Al igual que Marina, las más empresariales colaboraron en negocios
familiares. A otras, también como a Marina, los trabajos juveniles les
sirvieron para identificar su vocación. Una pediatra, por ejemplo, señala lo
definitiva que fue para su carrera la temprana experiencia como baby-sitter.
No alcancé a tocar el tema, pero yo apostaría que
Marina nunca estuvo inscrita en cursos o seminarios sobre “problemas de género”. Su optimismo no es la norma entre las mujeres con estudios superiores. Suena increíble, pero en Colombia, de acuerdo con la misma encuesta Yanbal, la
proporción de quienes reportan haberse sentido discriminadas “de cualquier
forma por el hecho de ser mujer” aumenta
con el nivel educativo. Lo anterior a pesar de que en el estrato alto, con
acceso a la universidad, la percepción de exclusión femenina es menor. Las
mujeres con secundaria o menos señalan como foco primordial de discriminación a
la familia; las más educadas perciben que el entorno que las margina es el
laboral. Pero aún filtrando por el empleo, el hecho de tener estudios
superiores incrementa en un 75% la probabilidad de que una colombiana se haya
sentido discriminada como mujer. Algunas doctoras del país se sienten más excluídas
que Dioselina Tibaná, buen primor.
A diferencia de esta valiosa y valerosa taxista que
maneja con optimismo, berraquera y ternura tanto el patrimonio como el
matrimonio, en algunas aulas universitarias por empoderamiento femenino se
entiende cultivar con esmero los temores, repasar el inventario de abusos,
alargar la lista de derechos y perpetuar la quejadera. Qué productivas serían
unas charlas esporádicas con mujeres como Marina, que no se sienten víctimas,
conviven armoniosamente con su pareja y con más tezón que retórica lograron el
control de sus vidas.
La última solicitud burocrática que hizo Marina
–que un gobierno extranjero le diera a su hija autorización para viajar- se la
negaron. Cualquier día, entre un par de carreras por el vecindario del
consulado, volverá a insistir, hasta que se la den.