La geografía del machismo en Colombia, basada en un índice construído con la Encuesta Colombiana de Valores, muestra que la incidencia de este fastidioso legado, sobre todo entre los hombres, es mucho mayor en la Costa Atlántica. En el otro extremo, Bogotá aparece como el lugar más protegido del país contra esa dolencia. Vale la pena tratar de entender, primero, qué es lo que ocurre allí donde la situación es más grave. Para eso, es útil identificar las peculiaridades de esa región.
A finales de los años sesenta, un feminista que no anteponía la doctrina o la agenda política a la observación, Virginia Gutiérrez, señalaba varios elementos característicos de esta región colombiana. Por un lado, “el alto porcentaje de hijo por unidad doméstica y las formas estructurales de la célula hogareña, unión libre inestable, madresolterismo, poliginia y la jefatura económica femenina predominante”. Altos índices de analfabetismo, rural y urbano, ausentismo escolar y una menor proporción de alumnos aprobados con relación a las matrículas, ya de por sí bajas, completaban el panorama. Por aquella época, para esta antropóloga, la generalización de la unión libre, en lugar del matrimonio, era una peculiaridad de lo que ella denominaba el “complejo cultural negroide o litoral fluvio minero”, que incluía, además de la Atlántica, la costa Pacífica y la ribera del río Magdalena.
En las pocas ocasiones en las que Florence Thomas observa y describe, sugiere cosas interesantes. Así trató de hacerlo cuando, después de asistir al Festival Vallenato, anotó que dicha música había sufrido una clara evolución en las últimas décadas. Antes, se centraba en la seducción y la conquista amorosa, “con matices poéticos que lograban hacernos soñar”. Ahora, anotaba, se trata más de lamentos de despechados. La columna hubiera podido convertirse en una original reflexión sobre eventuales cambios en las relaciones de pareja en esa región, o en insumo para conjeturas del tipo “el vallenato es más machista que la guabina”. Pero Florence retornó rápido a su discurso tradicional. Se arrepintió de su breve desliz, anotando que en esos pocos párrafos descriptivos no hablaba en serio. Y volvió a la doctrina, a pensar con el deseo.
De todas maneras, su idea de que sólo recientemente las canciones vallenatas expresan el sufrimiento de los hombres, una “transformación sociológica que ningún académico pudo prever”, merecería ser contrastada con rigor. Por lo pronto, no pasó la prueba de la escasa docena de canciones que conozco de vallenatos viejos. El 039, por ejemplo, que muchos profanos hasta bailamos, es el maldito carro que se la llevó, y que causa un lamento explícito y doloroso: “ay es que me duele y es que me duele, válgame dios”. La Brasilera, que cruzó la frontera para venir a meterse en el alma de Rafael Escalona, que después se fue, y lo dejó a él llorando su amor “más desesperado que un loco”, también es un despecho. Cuyos efectos además se extendieron a la mujer oficial, que, por causa de la brasilera, queda resentida. Y él apenado con ella. La afirmación de Florence de que “el vallenato de hoy le canta en realidad al temor de los hombres ante una profunda transformación de las mujeres en las últimas dos décadas; mujeres ahora más autónomas, menos pasivas y aguantadoras; más noctámbulas, más presentes en la vida pública” tampoco cuadra con la historia de la nieta de Juana Arias, La Patillalera.
Florence anota que “todos lo sabemos, en la costa caribe son en su mayoría los hombres quienes son infieles, amorosamente desordenados y felices con la idea de tener varias mozas o varias queridas, como se las llama en la región”. Eso lo corroboran los vallenatos, de antes y de ahora. Pero valdría la pena confirmar si la región es atípica en ese frente, si los hombres son más mujeriegos, o si es que las cosas allí son más abiertas que en otros lugares.
Lo que Florence denomina el temor de los hombres, su falso despecho, no parece ser otra cosa, ayer como hoy, que ese sentimiento tan vetado en el debate académico, los celos masculinos. La Tropa Vallenata precisa, con sentimiento, que son los celos los que matan, los que hieren, los que duelen. Silvestre Dangond lo confirma, “Asi es mi vida y no voy a cambiar/ Soy Celoso y qué soy celoso y qué/ La que me quiera que se deje celá”. Hebert Vargas, por su lado, aclara que los celos locos son una prerrogativa masculina, “ay negra no tengo la culpa que a mi las muchachas me tengan pendiente”. De aquí surgen un par de hipótesis que sería interesante contrastar: si los celos en la Costa se consideran un privilegio de los hombres, y si son más intensos que en el resto del país.
En otra de sus columnas descriptivas sobre la Costa Florence cuenta cómo “si algo me impresionó en mis recientes vacaciones en la Costa Atlántica fue mi encuentro con racimos de niños y niñas, en las carreteras, en las playas, en las tiendas. Kilómetros de retenes de la miseria y una sola visión: cientos de niños y adolescentes pidiendo dinero”. Defrauda un poco la misma explicación tradicional para cuestiones tan complejas como la pobreza y la alta fecundidad: los hombres “quienes son parte esencial de ese proceso de cambio de paradigmas culturales que asocia aún mujer con madre, y masculinidad con macho reproductor”. Y no es fácil respaldar la opinión que parte de la solución de este problema causado por el machismo pase por la legalización del aborto.
A finales de los años sesenta, un feminista que no anteponía la doctrina o la agenda política a la observación, Virginia Gutiérrez, señalaba varios elementos característicos de esta región colombiana. Por un lado, “el alto porcentaje de hijo por unidad doméstica y las formas estructurales de la célula hogareña, unión libre inestable, madresolterismo, poliginia y la jefatura económica femenina predominante”. Altos índices de analfabetismo, rural y urbano, ausentismo escolar y una menor proporción de alumnos aprobados con relación a las matrículas, ya de por sí bajas, completaban el panorama. Por aquella época, para esta antropóloga, la generalización de la unión libre, en lugar del matrimonio, era una peculiaridad de lo que ella denominaba el “complejo cultural negroide o litoral fluvio minero”, que incluía, además de la Atlántica, la costa Pacífica y la ribera del río Magdalena.
Los datos del censo del 2005 muestran que a pesar de su generalización en el resto del país, la unión libre sigue siendo más común en la Costa Atlántica que en las demás regiones. Puesto que se trata de analizar si ese arreglo de pareja tiene algo que ver con el machismo, es útil comparar con lo que ocurre en Bogotá, la zona con los menores índices. La información censal sugiere que puede existir tal relación, pero que esta no es simple. La Costa se destaca por una mayor presencia de la unión libre, por una penetración más baja del matrimonio, y por ende por una participación de la primera en el total de parejas aún más alta que la observada por Virginia Gutiérrez (cerca del 50%) y que ahora es similar a la de la capital y el resto de Colombia. A pesar de la observación anterior, Bogotá, el lugar menos machista, no difiere del resto del país en cuanto a la incidencia de unión libre en las parejas. O sea que, de poder comprobarse un vínculo entre machismo y flexibilidad en la estructura familiar, este no es sencillo ni uniforme.
Lo que sí queda claro, en contra del discurso feminista tradicional que ve en el matrimonio uno de los principales aliados de la perpetuación del patriarcado, es que la ecuación simple "más matrimonio igual más machismo", no funciona con los datos censales recientes que, por lo pronto, sugieren precisamente lo contrario: el mayor machismo que se observa en la Costa se da también con más incidencia de la unión libre. Así es que ese “contrato amigable entre un hombre y una mujer adultos y suficientemente fuertes para soportar la libertad del otro o de la otra … un matrimonio renovable cada 5, cada 7 o cada vez que lo pide el amor” como el que recomienda Florence Thomas no parece ser un buen mecanismo para disminuir la presión del machismo sobre las mujeres colombianas, en particular las costeñas.