Publicado en El Espectador, Abril 11 de 2013
La mirada masculina sobre el
cuerpo de la mujer es involuntaria, innata, programada en el disco duro
genético del macho para la reproducción. Es por lo tanto difícil de controlar.
La mirada-deseo del hombre se
remonta a la noche de los tiempos y tiene un sustrato biológico ligado a la
supervivencia de la especie. Pero en los discursos intelectuales contemporáneos
ha estado tercamente negada, rechazada, olvidada, pues implica la existencia de
un vínculo poderoso entre la seducción y la reproducción.
En las sociedades tradicionales
las mujeres siempre se acomodaron a la mirada de los hombres sobre sus cuerpos.
Para decirlo de manera burda, ellas son como las hembras de los primates que
seducen a los machos porque quieren ser madres. Para lograr este objetivo se
embellecen.
El feminismo nunca ha sabido cómo
manejar la coquetería femenina. Persistió la idea cristiana de la separación
entre el cuerpo y el espíritu. El supuesto predominante ha sido que la belleza
es un valor alienante, impuesto a
las mujeres por el machismo milenario y exacerbado en el capitalismo por la
industria cosmética y la moda. Antes la coquetería era un pecado. Ahora, como
las madres católicas, las madres feministas le recomiendan a sus hijas cuidarse
de los hombres que les hacen la corte. “¿Te fijas en mí o sólo en mi cuerpo?”
Como si el yo pudiera prescindir del cuerpo, como si el espíritu fuera más
auténtico yo que el cuerpo.
Ninguna sociedad humana se ha
montado en una contradicción tan inextricable, negando tranquilamente la
diferencia de sexos y simultáneamente exacerbándola hasta el paroxismo con las
industrias de la belleza y la pornografía.
Las mujeres occidentales critican
a las que se cubren el cabello. Prefieren taparse los ojos. Independientemente
de cualquier angustia sobre por qué, o con qué derecho, los hombres tienen una
predisposición innata para desear a las mujeres con la mirada y las mujeres
siempre se deleitaron con esa mirada porque anuncia su fecundación.
La visión del macho se adaptó
para reconocer a las hembras fecundas y enviar señales a sus testículos para
que reaccionen. Existen filtros y un mecanismo cerebral de bloqueo. Pero en
cuanto falla, el hombre está listo para la acción. A la mujer, por el
contrario, no le interesa copular con cualquiera, puesto que su implicación con
la reproducción es incomparablemente más pesada y larga que la del macho. Los
varones fingen amar para poder tirar, ellas fingen desear para atrapar.
Me hubiera gustado que las
reflexiones anteriores fueran mías. Las tomé de un refrescante libro -con el
título de esta columna- que amerita una mirada, no sólo masculina. Su autora,
Nancy Huston, es una feminista canadiense, combativa, pragmática y
experimentada, que logró liberarse de los dogmas.