jueves, 28 de marzo de 2013

La fidelidad es para los de ruana

Publicado en El Espectador, Marzo 28 de 2013


No se da silvestre la fidelidad. Es un valor difícil de inculcar, frágil, en contravía de los instintos. Comparando los pueblos italianos en donde abunda el adulterio con la historia de las parejas, la antropóloga Helen Fisher concluye que “la tendencia del ser humano hacia las relaciones extramaritales parece ser el triunfo de la naturaleza sobre la cultura”. Conviene precisar que la infidelidad masculina es tan diferente de la femenina como han sido variados y asimétricos los esfuerzos por controlarla.

En una visita del presidente Calvin Coolidge y su esposa a una granja avícola, ella se sorprendió con un gallo que no paraba de copular. Preguntó si así era todo el día y ante la respuesta afirmativa discretamente sugirió que le contaran eso a su marido. Coolidge recibió la indirecta y reviró: “¿el gallo repite con la misma gallina?”. Al informarle que siempre era con una distinta, sonrió pidiendo que le aclararan eso a la esposa.

De esta anécdota salió el nombre, efecto Coolidge, para la capacidad de los machos en muchas especies de multiplicar su potencia sexual siempre que cada faena sea con una hembra distinta. Los ratones son los afortunados elegidos para estudiar en el laboratorio esta vocación por la variedad. Si al reponer sus energías para otra cópula con la misma ratica necesitan un tiempo significativo y creciente, con una nueva hembra la recarga es inmediata. La explicación para este efecto es la búsqueda de diversidad genética en la descendencia. El equivalente al lema financiero de no poner los huevos en la misma canasta es no limitarse a una sóla hembra.

El rey Chou-Sin de la dinastía Shang (1558-1302 A.C.), reconocido por su promiscuidad, tenía hasta diez mujeres distintas cada noche. En la época Chou (112-22 A.C.) se estipuló que para mantener vigoroso al monarca se requerían una reina, tres consortes, nueve esposas de segundo rango, veintisiete de tercero y ochenta y un concubinas. Yang-Ti le sumó una reserva de tres mil doncellas. Durante los carnavales, el promedio de cortesanas disponibles para el Papa Alejandro VI era superior a veinte por noche. La cuenta de hijos del sultán marroquí Ismaïl Ibn Sharif (1634-1727) se acerca a novecientos y la de amantes de Warren Beatty a trece mil. Hasta el final de sus días, el comandante Mao recibía en sus aposentos una joven camarada distinta cada noche.

Sólo unos cuantos lo logran, pero todos los machos, desde los ratones, quisiéramos nuestro propio harem y poder disfrutarlo sin mala conciencia. La monogamia se instituyó para apaciguar esa manía por renovar pareja, evitar el consecuente desorden por rivalidad o celos, y sobre todo para que el macho alfa, el guerrero más poderoso, no acaparara todas las damas del entorno.

Señalar que Coolidge es natural, que fue adaptativo para ancestros lejanos, no equivale a argumentar que sea algo positivo, inmodificable u homogéneo entre varones. Por el contrario, es un llamado para no bajar la guardia ni jugar con candela. Es ingenuo afirmar que  nos educaron para ser infieles cuando el lío es que la educación a veces no da la talla. Coolidge es una pesada tara masculina y para el arduo propósito de afianzar la fidelidad, de civilizar machos promiscuos, es tan buen aliado como la ley de la gravedad lo es de la industria aeronáutica.

La diferencia entre infidelidad masculina y femenina se centra en el dilema cantidad versus calidad. Para poner los cuernos, las mujeres son más selectivas, apuntan hacia arriba y alcahuetean el Coolidge de los elegidos. Como anotó Bernard Shaw, ellas prefieren compartir un tipo de primera que la exclusividad sobre uno de quinta.