El ejemplo más paradigmático que tengo del ilimitado alcance de la seducción es arbitrario, extremo, único y tal vez irrepetible. Pero no deja de ser ilustrativo. El personaje, símbolo de la Belle Époque se llamó Agustina, luego Carolina pero, sin ser particularmente hermosa en foto, se inmortalizó como la Bella Otero. Su insólita carrera la resume bien una escena ocurrida el 4 de Noviembre de 1898. Se realizó ese día, en el lujoso Hotel Casino Paris en Montecarlo, una reunión con varios miembros de la realeza europea. Asistieron a la cita el zar Nicolás II de Rusia, Leopoldo II de Bélgica, Eduardo de Gales -heredero de la reina Victoria- Alberto I de Mónaco y Nicolás de Montenegro. El propósito de tan exclusiva cumbre: celebrarle los 30 años a la Bella Otero, amante de todos ellos.
Hija de una madre soltera con siete hijos de distinto padre, Agustina Otero fue violada a los once años por el zapatero de Valga, un pequeño pueblo de Galicia. Sin haber pasado un solo día por la escuela se fue a los 14 años con Paco Colli, un vividor catalán que fue su amante, su maestro de danza y su proxeneta. En algún momento, Paco cometió el error de enamorarse, proponerle matrimonio y, según ella, estropearlo todo. De todas maneras siguió actuando en cabarets de segunda y atendiendo los clientes que él le conseguía. Paco tuvo el acierto de buscarlos cada vez más pudientes. A los pocos años, cuando las cosas parecían marchar, insistió en proponerle que se saliera del oficio, que él ya podría mantenerla, pero ella se negó de nuevo. En Montpellier ya había recibido una buena oferta de matrimonio de un industrial de Lyon que había rechazado. Fue en esas andanzas que, en Marsella, conoció a quien crearía una leyenda a su alrededor.
Ernest Jurgens, un nativo de Chicago y empresario del espectáculo en Nueva York tenía 36 años, estaba casado y con tres hijos cuando quedó cautivado por Carolina. En la Petite Poupée, salió al escenario la mujer más deseable que había visto, y que cambiaría su vida. Esa misma noche, previa identificación, ya estaba en su cama. Aunque la Otero diría después que fue gracias a sus dotes para el baile que conquistó a Jurgens, lo que realmente impresionó al empresario, con olfato y experiencia, fue la manera como, a pesar de su desempeño mediocre en el escenario, lograba tal impacto en los hombres que la observaban. Desde que la vió cayó locamente enamorado. Carolina tenía, en dosis descomunales, verdadero sex appeal.
La Otero, desprendida desde niña, no tuvo reato para cambiar a Paco por Jurgens, quien se la llevó para París. Allí la presentó al Maestro Bellini, uno de los más afamados directores de music-hall de Europa. Le pidió que preparara en un par de meses a su amada para lanzarla en Nueva York. Sincero, Bellini le dijo que no se podría. Ni en un año ni tal vez nunca. "No sabe bailar, no sabe cantar y no tiene estilo”. Eso no desanimó a Jurgens. Contrató al maestro, no con fondos de la compañía, que tenía más socios, sino con sus propios recursos. Gracias a Jurgens y Bellini, se empezaron a crear mitos alrededor de Carolina, esa misteriosa belleza española. Se dijo que era una condesa andaluza, la hija secreta de Eugenia la emperatriz de Portugal, que se había escapado de un harem turco. Bellini armó un grupo de catorce personas para apoyar a Carolina. Todos cantaban y bailaban mejor que ella. Un famoso escenarista que la entrevistó diría: “todo lo que hay que hacer es raspar la superficie con una navaja para quedar al frente de una descontrolada y lujuriosa pantera en celo”.
Al llegar a Nueva York, los mitos alrededor de la diva se consolidaron. Jurgens había invertido toda su riqueza personal e hipotecado su casa para financiar la formación de Carolina y montar el primer espectáculo. El debut fue un éxito impresionante. En contra de los temores de Bellini y como lo intuyó Jurgens, todos quedaron cautivados. “Dueña de la ciudad… baila con vigor y abandono … todos sus músculos, de la punta de los pies a la cabeza, se coordinan y sus contorsiones son maravillosas”. Tan sólo algunos conocedores –tal vez gays- no cayeron a sus pies, y señalaron sus debilidades. Uno de los principales críticos anotó someramente: “Anoche vimos cantar, y oimos bailar a la señorita Otero”.
A las tres semanas, el multimillonario William Vanderbilt le envió una tarjeta preguntándole si podrían cenar. A la primera cita le llevó un brazalete de diamantes en forma de serpiente. La relación duraría unos siete años. Él se fue con otras cocottes a París y ella dio el paso a la realeza europea. El primer noble en caer a sus pies, tal vez por aliviarle su impotencia, fue Alberto de Mónaco, quien le montó apartamento en París. Lo reemplazó Nicolás de Montenegro. No logró exclusividad, pues llegó en paralelo Leopoldo II. Después vino el Sha de Persia, y luego el zar Nicolás II. Cuando cumplió los 40 retornó a su patria para desflorar a Alfonso XIII, de 19 años. Él no la olvidó y años después la hizo su amante oficial. Guillermo II de Prusia, el Kaiser alemán, fue duro con ella al principio pero aprendió a ser generoso. Ya con más de cincuenta años la Bella calmaba los bríos de Aristide Briand, político francés precursor de la unidad europea y tan aficionado al placer como ella.
Se cree que fue amante de Gaudí y de Gustave Eiffel. En Cuba se dice que inspiró un poema de José Martí. Arruinado y desconsolado, Jurgens terminó suicidándose. Se sabe de unos ocho hombres más que acabaron su vida por ella. Un biógrafo español cuenta que en una ocasión la Otero coincidió en un tren con un prelado y hablaron en gallego. Ella se emocionó tanto que al despedirse besó su mano. Él recordaría luego ese gesto como el más ardiente de su vida sacerdotal.
El dominio de esta misteriosa seductora sobre los hombres fue considerable. Fuera de lograr que le mantuvieran sus lujosos caprichos, en una opulencia babilónica, en términos financieros les extrajo lo que, textualmente, le dio la real gana. Más que cualquier oficina de impuestos. Se calcula que amasó una fortuna cercana a los 25 millones de dólares de la época, o sea, con un deflactor financiero, unos 4.000 millones de hoy. Un príncipe ruso le envió en una ocasión un millón de rublos con una nota. “Arruíname, pero no me dejes”. Esa era su doble especialidad. A los cincuenta años, le seguía llegando mensualmente dinero de un benefactor anónimo.
Su poder no era sólo extractivo. Los mantenía a todos a raya. En una ocasión se salió del teatro porque su acompañante miró a otra mujer. “Cuando se tiene el honor de estar con la Bella Otero -le explicó- nadie más existe”. La escena de su cumpleaños número 30 muestra que logró controlar en sus amantes uno de los instintos masculinos más tenaces, el de los celos. Volvió añicos esa manía tan masculina de la posesión exclusiva de la mujer amada. Ahí estuvieron los rivales reunidos, mansitos, casi como hermanos, cantándole en coro el happy birthday. No se trataba de inexpertos adolescentes. El poder, la fiereza y arbitrariedad de algunos de ellos no eran poca cosa. A Leopoldo II de Bélgica, por ejemplo, se le considera responsable de la muerte de varios millones de congoleños. Si en esa mujer no hubo acumulación, no sólo de riqueza sino de poder real, difícil entender qué es o donde se puede conseguir de eso. “No nací para ser domesticada”, repetía. En alguna ocasión le dijo a su amiga Colette que un hombre se posee no en el momento en el que se le abren las piernas sino cuando se le tuerce la muñeca.
¿Cuál era su secreto? Se sabe que los que la vieron, aún de lejos, la recordaron toda la vida. Para los periodistas que la entrevistaron, o los artistas que hicieron su retrato, o los magnates que dilapidaron fortunas por estar con ella en la cama, la respuesta es simple, pero sigue siendo misteriosa: sexo. Maurice Chevalier habría dicho “escriba SEXO con mayúsculas cuando hable de la Otero. Eso emanaba de ella. Me gustaría haberla conocido mejor. Fue la mujer más peligrosa de su tiempo”.
Con sus congéneres fue solidaria. Patrocinó a varias mujeres, incluyendo a Colette, y a una colega que entrenó y casó con un lord. Percibía que sus habilidades eran positivas para el empoderamiento de las mujeres. Al final, a la Bella le faltó habilidad financiera y la arruinó su debilidad por los casinos. Su deficiente educación le pasó factura. Una simple amistad con una mujer preparada le hubiera permitido a Agustina evitar la quiebra y, tal vez, emprender programas a favor de las mujeres, como han hecho en la historia varias cortesanas. Alguna vez dijo que si ganaba el jackpot en Montecarlo financiaría una universidad de prostitutas. “Habría una gran variedad de cursos, las posibilidades son infinitas”. De todas maneras, aún arruinada, visitó mucho tiempo el Casino de Monte Carlo. Cuando le exigían pagar la cuenta acumulada, lograba que algún levante pasajero la saldara.
De haber nacido un siglo más tarde, tal vez Agustina no hubiese podido llegar muy lejos de algún refugio gallego o catalán para redimir mujeres víctimas de la explotación sexual. O sea, de la que terminó siendo su verdadera y fructífera vocación, tan magistralmente ejercida por ella.
Referencias
Otras seductoras con poder
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