El enfrentamiento Nafissatou vs DSK puso a temblar a los depredadores de cuello blanco. El historial de DSK, que no depende de un juicio, sugiere que una carrera impune de indelicazas puede agravarse, y salirse de las manos, hasta de un cuarto de hotel. Pero no son los únicos damnificados. También lo están algunas comentaristas de encuentros inter género. Los reflectores puestos sobre un conflicto real que no encaja en los estereotipos, han dejado ver la debilidad de dogmas que algunas locutoras histriónicas aprendieron alguna vez y sacan como reflejo automático ante cualquier rencilla de barrio.
Un elemento aporreado del discurso es el lugar de la confrontación. Es estándar la afirmación que los diferendos ellos vs ellas son siempre en la arena política. Una vieja pretensión de feministas radicales es que la violación no tiene nada que ver con el sexo. Es, dicen, una manifestación, la primordial, del poder político varonil. En este caso sería casi gracioso afirmar que lo que buscaba DSK era demostrarle a Naffissatou, a escondidas, que él es quien manda. Su destacada posición –¿no sabes quien soy?- habría sido una de sus movidas iniciales, pero es transparente que la naturaleza del presunto ataque fue sexual.
Las feministas más vigilantes han emprendido una verdadera cruzada contra el piropo, como una forma de acoso sexual callejero. Este caso deja claro que no es sensato confundir todo. El piropo, refinado o chabacano, de un cliente a una recepcionista o una camarera en un hotel es un asunto del que, si acaso, se entera quien la sucede en el turno. Un uy, mamita! en la calle sólo pasa a mayores si la destinataria es periodista combativa. Salvo en las relaciones de trabajo -o en las aulas de clase- en donde existe una relación de subordinación, el límite entre lo que es aceptable, o soportable, lo indelicado y lo ilegal debería ser el contacto físico no consensual. Pero, aún en la calle, la doctrina que gana terreno insiste en revolver todo en un incoherente salpicón del que sólo se benefician los más abusivos. DSK también echa piropos, y después del presunto ataque a Nafissatou, en el avión, le hizo a una azafata un comentario breve sobre su trasero. Pero no todos los piroperos pasan después al ataque. Y no siempre las violaciones se inician con un piropo.
Las feministas más vigilantes han emprendido una verdadera cruzada contra el piropo, como una forma de acoso sexual callejero. Este caso deja claro que no es sensato confundir todo. El piropo, refinado o chabacano, de un cliente a una recepcionista o una camarera en un hotel es un asunto del que, si acaso, se entera quien la sucede en el turno. Un uy, mamita! en la calle sólo pasa a mayores si la destinataria es periodista combativa. Salvo en las relaciones de trabajo -o en las aulas de clase- en donde existe una relación de subordinación, el límite entre lo que es aceptable, o soportable, lo indelicado y lo ilegal debería ser el contacto físico no consensual. Pero, aún en la calle, la doctrina que gana terreno insiste en revolver todo en un incoherente salpicón del que sólo se benefician los más abusivos. DSK también echa piropos, y después del presunto ataque a Nafissatou, en el avión, le hizo a una azafata un comentario breve sobre su trasero. Pero no todos los piroperos pasan después al ataque. Y no siempre las violaciones se inician con un piropo.
Sale averiada la caricatura del enfrentamiento en equipos nítidamente definidos por género. Se pregona que, entre ellas, “el nexo más importante es el de ser mujer, dejando en segundo lugar las diferencias por clase y raza”. Los hombres, se dice, para quienes la opresión hacia las mujeres es lo fundamental, también actúan como grupo homogéneo y solidario con una esencia masculina. Lo que este forcejeo muestra es que los equipos enfrentados se arman con criterios menos trascendentales y nada universales. Aquí han surgido alianzas basadas en la nacionalidad, la clase social, la antipatía con el sistema penal acusatorio, la amistad, el amor o el partido político: 70% de los socialistas franceses opinaron que se trataba de una conspiración contra el francés. Las barras de apoyo a DSK y a Nafissatou, o los prudentes, se configuraron de manera más compleja que el burdo ellos con él, ¡hágale!, y ellas en coro, ¡oiga, que no la obligue!
Del lado DSK se forjó una sólida alianza varonil con el coach, un hábil abogado de hombres duros, un verdadero pistolero de la retórica. Cual matón de barrio, ayudado por un nombre onomatopéyico, Ben Brafman es el tipo al que hay que llamar cuando uno se mete en problemas graves. Su esposa, una bibliotecaria, le puso el cariñoso, y sugestivo en español, apodo de H.P. (High Profile). También salieron en defensa de DSK varios de sus amigotes, intelectuales socialistas, que no tuvieron reparo en hacerle barra irrestricta. Sin ruborizarse, aparecieron compungidos a declarar que la víctima de ese sistema judicial inhumano era el presunto agresor. Dicen defender no a su amigo, sino ciertos principios, que sólo les parecen relevantes cuando afectan a uno de la pandilla. No se molestaron en reconocer que el sistema acusatorio es más público y expedito que el inquisitivo, sigiloso pero lento. Con sus lloriqueos anti gringos muestran que ya olvidaron cómo era el comportamiento de la policía francesa y los temibles CRS cuando ellos fueron rebeldes 68eros.
Soledad Gallego-Díaz, directora adjunta de El País, el diario español, manifestó serena que como mujer se alegraba por la detención de DSK. Su opinión no se limitó a esa simple y predecible solidaridad de género. A diferencia de los intelectuales franceses –con quienes se mostró indignada- escandalizados porque trataran a su amigo DSK como a “cualquier delincuente”, y no como un VIP, ella felicitó -¡Bien por Nueva York!- a las autoridades policiales y judiciales a quienes no les pareció digno de ningún trato especial este poderoso funcionario internacional.